Al tercer día tras la primera consulta, el mundo se desplomó para mí. Recuerdo como una sencilla gestión burocrática se convirtió en un tremendo Tourmalet para mi cabeza y, en ese momento, sólo tuve fuerzas para recurrir a una desesperada llamada telefónica a mi “otro lado de la cama”.
Como tantas otras veces, su mano volvió a asir fuertemente la mía, pero, minutos después, sentí que no podía más, que era incapaz de contenerme, que se habían roto por completo los últimos hilos que me mantenían, por lo que supliqué a gritos ayuda, supliqué a gritos que me internasen tras aquellas horribles puertas, tal y como había sugerido “mi psiquiatra” en el primer encuentro.
Una llamada a “mi psiquiatra” explicándole mi situación, resumida en expresiones tales como “no puedo más”, “no puedo controlarme”, “no lo aguanto”, “se me está viniendo todo encima”, “necesito que me internéis”, “estoy sufriendo”, y su respuesta: “Te gestionaremos una habitación libre para ingresarte, luego te llamo”.
Minutos de espera en los que tuve que contener las lágrimas de sufrimiento interno, de derrota personal.
Llamada de “mi psiquiatra”: “Prepara una bolsa con tus enseres personales y en una hora vienes a la clínica”.
Regresamos a casa para preparar “esa bolsa”: pijama, neceser, chanclas, ropa interior, unas camisetas, un par de pantalones y, sobre todo, mucho miedo, mucho sufrimiento, mucho descontrol personal. ¡¡¡Ah!! Y una libreta.
Volví a cruzar por segunda vez aquellas horribles puertas, pero sabía que, en esta ocasión, era para quedarme un tiempo en aquella clínica. Sí, una clínica PSIQUIÁTRICA. ¡¡¡Quién me iba a decir a mí hace años que yo estaría en un sitio así!!! ¡¡Cuántas veces había pensado que aquel lugar era para los locos!! Y ahora, yo, iba a estar allí.
Tras el preceptivo trámite del ingreso y palabras tranquilizadoras, me acompañaron a mi habitación. Una vez dentro, me senté en una vieja silla de madera y, al mirar a mi alrededor, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos por la impotencia, por la rabia, por el sufrimiento, por estar allí dentro.
Una habitación con una cama, dos ventanas con barrotes, un desvencijado escritorio y un baño con un desagüe en el medio. Todo eran medidas de seguridad.
Después la comida, la medicación y una sensación de estar flotando toda la tarde, mientras miraba con lupa al resto de pacientes. En ese instante, todos mis prejuicios se vinieron abajo. Al fin y al cabo todos éramos seres humanos con una enfermedad que nos había ganado.
Sonará extraño, pero me sorprendió la calidez con que me acogieron los demás: jóvenes y mayores. Las típicas preguntas de por qué estás allí, cuántos años tienes, cómo te llamas, a qué te dedicas, etc.
Nuestro punto de encuentro siempre era el “fumadero”, una terraza acristalada donde matábamos los tiempos muertos entre cigarrillos y conversaciones que, aún hoy, me estremecen de lo realmente gratificantes que eran, quizás debido a la situación personal que cada uno atravesábamos.
Todos sufríamos nuestra enfermedad en silencio (unos más que otros), pero en “el fumadero” fui testigo del ánimo que nos infundíamos unos a los otros para sobrellevar aquella estancia, de la que únicamente conocíamos el día de entrada, pero no la fecha de salida.
Cuando me paré a pensar que nuestro nexo era una enfermedad mental, comprendí que ésta no era ni un estigma, sino una enfermedad como otra cualquiera que requería de sus correspondientes cuidados.
Estaba en el túnel por primera vez, pero, por desgracia, adelanto que no sería la última.
"... take a look around... see how hard it is to survive these days... but sometime you wonder.. how long can this keep goin' on... I guess the only thing you do is keep your fingers crossed... how long will we keept this goin' on... when no one takes the blame... there's so many gone... livin' for today, we may not see tomorrow...." ("Keepin' my fingers crossed" de NKOTB)
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