Durante la primera semana de estancia en la clínica, concentrarme en las actividades resultó un completo desastre, por lo que no me quedó más remedio que recurrir a mi “libreta-diario” para ir anotando lo que había hecho cada día. Así contaba con una “chuleta” en la “reunión de Buenos Días”, ya que no quería pasar ese mal trago de quedarme en blanco como le ocurría a otros pacientes. Me negaba a pasar esa vergüenza de que me ayudaran a recordar, cuando jamás nadie lo había hecho.
Todo ello, otro fruto de mi afán perfeccionista, que sobresalía aún por encima del impacto devastador que la medicación tenía sobre mi organismo, por mucho que, en esos momentos, me transformase en un ser totalmente incapaz de mantener mi atención en algo o alguien más de cinco minutos. ¿Cuestión de orgullo? Tal vez, pero rondaba aún la persistente idea de autonegación de la depresión y de la pérdida de tiempo que implicaba quedarme un día más tras aquellas horribles puertas. Seguía creyendo que había tomado la decisión incorrecta, que sobraba en aquel sitio, que no podían ayudarme porque allí no iba a encontrar la solución, porque yo no tenía depresión, sino nada más que una mala racha.
Con estas ideas, era lógico que las actividades en las que participaba me pareciesen un ejercicio fútil, por no decir que tanto discurso metafórico de “mi psiquiatra” me hacía sentir como un niño pequeño escuchando la lección paternal oportuna tras una gran trastada. ¿Quién se creía para tener que soportar una soporífera charla sobre lo divino y lo humano? Las palabras se repetían en cada sesión y más que una liberación, todo se estaba convirtiendo en una cárcel de la que no sabía cómo poder escapar.
Sólo deseaba irme a mi habitación, tumbarme en la cama y “desangrarme” a llorar. Guardar mi sufrimiento e intentar acallarlo lo antes posible.
Entre ese maremágnum, hice un descubrimiento: una vetusta canasta de baloncesto en el patio de la clínica. Los ojos se abrieron de par en par y los músculos se tensaron ante tal novedad. Tras pertrecharme de un balón, mis horas muertas revivían entre tiro y tiro, trasladándome lejos de aquel ambiente y devolviéndome a mi infancia, por lo que cada momento que pasaba con la pelota entre mis manos, la niebla existente en mi cabeza se desvanecía, volviendo a recuperar sensaciones perdidas.
Ese simple detalle permitió que me fuese alejando de esa actitud arisca durante los primeros días para hacerme debutar en el pabellón de la clínica como un jugador fundamental que, dentro de las limitaciones marcadas por la enfermedad, debía dirigir el partido más importante de su vida.
A pesar de seguir latente el sufrimiento, haber entrado en juego significó un paso adelante, si bien no exento de numerosos titubeos.
No era un mero espectador, sino que las actividades comenzaron a tener cierta repercusión en mi estado de ánimo, aunque no siempre fuesen todo lo positivas que yo precisaba. Cada entrevista con “mi psiquiatra” era compleja, porque sentía por momentos que quería provocar conversaciones para las que aún mi mente no estaba preparada.
Difícil, trágica y dolorosa fue la repercusión de los consejos de “mi psiquiatra”, porque estaba destapando el tarro de mis peores esencias y me hacía sufrir demasiado. De este modo, a medida que “mi psiquiatra” intentaba enfrentarme a mis propios fantasmas, más sufrimiento experimentaba por lo que, en voz baja, yo sabía lo que iba a encontrarme.
Las primeras actividades dirigidas por la psicóloga significaron momentos de desaliento, de baja autoestima, de derrota porque, al hablar de asertividad, veía que, durante todo este tiempo, todo el mundo había estado pasando por encima de mí y yo era incapaz de ponerle freno: incapacidad para negar una petición, para expresar emociones, para dar una opinión.
Al menos, transcurrido un tiempo, comencé a disfrutar de los permisos de fin de semana que fueron un alivio para las tensiones internas que vivía de tanto encierro. La tarde de los viernes hacías tu mochila para irte a casa hasta el domingo por la tarde. Eso sí, en tu mochila llevabas un sobre con la medicación pautada.
Aún estando en mi propio hogar, hubo momentos de derrumbe total, a los que sumaba la errónea idea de un ingreso inútil, provocando que mis ideas suicidas ganasen la batalla e intentase quitarme la vida con la medicación que me habían dado en la clínica, obviando todas las oportunas y correctas recomendaciones de “mi psiquiatra", porque no soportaba otra vez las mismas sensaciones, vivir en ese continuo sufrimiento.
“... I kind of keep asking myself little questions like where do I go from here... I seem to keep losing track of time.... Been a painful road to a door that’s closes... been a gamble that I knew I couldn’t win... I used to enjoy spending my time on my own here... wachting the jaded people pass... now here I am sharing their pain and their lonely tears... and walking a road of broken glass... It’s a constant fight to get through each day and night... What’s the reason?... what’s the answer?... how long will this last?...” (“Holding back the tears” de Take That)
Con estas ideas, era lógico que las actividades en las que participaba me pareciesen un ejercicio fútil, por no decir que tanto discurso metafórico de “mi psiquiatra” me hacía sentir como un niño pequeño escuchando la lección paternal oportuna tras una gran trastada. ¿Quién se creía para tener que soportar una soporífera charla sobre lo divino y lo humano? Las palabras se repetían en cada sesión y más que una liberación, todo se estaba convirtiendo en una cárcel de la que no sabía cómo poder escapar.
Sólo deseaba irme a mi habitación, tumbarme en la cama y “desangrarme” a llorar. Guardar mi sufrimiento e intentar acallarlo lo antes posible.
Entre ese maremágnum, hice un descubrimiento: una vetusta canasta de baloncesto en el patio de la clínica. Los ojos se abrieron de par en par y los músculos se tensaron ante tal novedad. Tras pertrecharme de un balón, mis horas muertas revivían entre tiro y tiro, trasladándome lejos de aquel ambiente y devolviéndome a mi infancia, por lo que cada momento que pasaba con la pelota entre mis manos, la niebla existente en mi cabeza se desvanecía, volviendo a recuperar sensaciones perdidas.
Ese simple detalle permitió que me fuese alejando de esa actitud arisca durante los primeros días para hacerme debutar en el pabellón de la clínica como un jugador fundamental que, dentro de las limitaciones marcadas por la enfermedad, debía dirigir el partido más importante de su vida.
A pesar de seguir latente el sufrimiento, haber entrado en juego significó un paso adelante, si bien no exento de numerosos titubeos.
No era un mero espectador, sino que las actividades comenzaron a tener cierta repercusión en mi estado de ánimo, aunque no siempre fuesen todo lo positivas que yo precisaba. Cada entrevista con “mi psiquiatra” era compleja, porque sentía por momentos que quería provocar conversaciones para las que aún mi mente no estaba preparada.
Difícil, trágica y dolorosa fue la repercusión de los consejos de “mi psiquiatra”, porque estaba destapando el tarro de mis peores esencias y me hacía sufrir demasiado. De este modo, a medida que “mi psiquiatra” intentaba enfrentarme a mis propios fantasmas, más sufrimiento experimentaba por lo que, en voz baja, yo sabía lo que iba a encontrarme.
Las primeras actividades dirigidas por la psicóloga significaron momentos de desaliento, de baja autoestima, de derrota porque, al hablar de asertividad, veía que, durante todo este tiempo, todo el mundo había estado pasando por encima de mí y yo era incapaz de ponerle freno: incapacidad para negar una petición, para expresar emociones, para dar una opinión.
Al menos, transcurrido un tiempo, comencé a disfrutar de los permisos de fin de semana que fueron un alivio para las tensiones internas que vivía de tanto encierro. La tarde de los viernes hacías tu mochila para irte a casa hasta el domingo por la tarde. Eso sí, en tu mochila llevabas un sobre con la medicación pautada.
Aún estando en mi propio hogar, hubo momentos de derrumbe total, a los que sumaba la errónea idea de un ingreso inútil, provocando que mis ideas suicidas ganasen la batalla e intentase quitarme la vida con la medicación que me habían dado en la clínica, obviando todas las oportunas y correctas recomendaciones de “mi psiquiatra", porque no soportaba otra vez las mismas sensaciones, vivir en ese continuo sufrimiento.
“... I kind of keep asking myself little questions like where do I go from here... I seem to keep losing track of time.... Been a painful road to a door that’s closes... been a gamble that I knew I couldn’t win... I used to enjoy spending my time on my own here... wachting the jaded people pass... now here I am sharing their pain and their lonely tears... and walking a road of broken glass... It’s a constant fight to get through each day and night... What’s the reason?... what’s the answer?... how long will this last?...” (“Holding back the tears” de Take That)
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