Imagino que muchas personas se han hecho la misma pregunta que me planteé yo en su momento sobre cómo es la vida dentro de una clínica psiquiátrica. Aunque más o menos he relatado mis primeros momentos de estancia, éstos no son más que mis sensaciones nada más aterrizar en la clínica de la manera en cómo me sentía y percibía los primeros pasos de mi internamiento.
En primer lugar, he de decir que cada día es distinto al anterior y al siguiente no sólo por mi estado de ánimo cambiante por momentos, sino también porque el profesional responsable de cada actividad establecida en la programación semanal de lunes a viernes variaba el contenido a trabajar en la misma.
Es difícil recordar cada uno de los 47 días de mi internamiento, pero sí puedo relatar algunos de ellos con las circunstancias propias que los marcaron y siempre recurriendo a las anotaciones que hice en mi “libreta-diario” del transcurso de la jornada.
Como es lógico debo remontarme al segundo día de estancia tras aquellas horribles puertas, donde comencé a descubrir los entresijos de la vida de un paciente.
Tras la primera noche, la jornada tenía su punto de partida en la ardua tarea de conseguir abrir los ojos del letargo en que me sumergía la medicación del día anterior, una vez recibida la visita de un auxiliar de enfermería que, como si estuviese en procesión, iba por cada habitación para despertar a los pacientes, objetivo que, en ocasiones, se tornaba imposible por el estado en que algunos nos encontrábamos. Era práctica habitual que, tras ese primer aviso, tratara de estirar un poquito más el sueño hasta que literalmente me sacaban de la cama para llevarme al aseo.
Una vez en el aseo, abría el grifo de la ducha, mientras observaba con cierta sorpresa y estupor como el desagüe instalado en el suelo iba engullendo el agua que caía, de la misma manera, que la depresión lo había hecho con mi persona.
Me envolvía en la toalla y miraba, una vez más, aquella habitación buscando algún detalle que me hiciera sentir como en casa, mientras me preguntaba qué hacía allí. Vestirme, peinarme y hacer la cama agotaban los minutos previos a la llegada de la hora del desayuno.
Salía de mi habitación y me encaminaba aún con los párpados semicaídos al comedor, en cuya puerta se iba formado un grupito que se cruzaba el cortés “Buenos días” entre caras de sueño y hambre hasta que daban la señal de salida y, como fieras, ocupábamos nuestro sitio en cada mesa que había sido previamente asignado.
Aquí dentro, nada se deja al azar y todo está perfectamente estudiado, hasta el tiempo parece tener vida propia.
Mientras hilvanaba alguna frase entre las conversaciones que se mantenían en la mesa, degustaba mi primer desayuno compuesto de pan, mermelada, mantequilla y algo llamado café. Dado el permiso para abandonar el comedor, unos iban a la habitación y otros quemaban nicotina en el “fumadero” a la espera de la primera actividad.
Me resultó curioso el nombre de la misma: reunión de Buenos Días, pero aún más conocer en qué consistía. Todos los pacientes nos íbamos sentando en círculo alrededor de una gran mesa hasta que llegaba el encargado/a de dirigir esta actividad, quien elegía a una persona para comenzar. De este modo, paciente tras paciente íbamos relatando cada segundo que recordábamos del día anterior, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, haciendo un esfuerzo tremendo en algunos casos por explicar el contenido de las actividades que habíamos hecho o cómo había sido nuestro estado de ánimo ese día.
El resto de la mañana fue transcurriendo entre actividad con la terapeuta ocupacional, la psicóloga o la trabajadora social, matando los tiempos muertos en el “fumadero”, aunque hasta ese momento yo continuaba firme en mis siete meses sin tabaco.
Así llegaba la comida, otra vez ocupando las posiciones establecidas como si fuésemos un equipo de fútbol, y, después, comenzaba el goteo de pacientes hacia sus habitaciones en busca del descanso reparador de la siesta, mientras otros optábamos por pasear en el patio, hacer sudokus, llamar por teléfono o iniciar alguna conversación sobre cualquier tema que se nos ocurriera.
En ocasiones, tocaba entrevista con el psiquiatra, quizás más continua y próxima en esos primeros días por aquello de que éste conociese cómo iba la aclimatazación al centro, a las actividades, al resto de pacientes y, especialmente, las sensaciones que tenía.
Después de la siesta, otra actividad, la merienda y la hora de la visita que anhelaba con todas mis fuerzas. No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de mi “otro lado de la cama”, al que le relataba cómo había sido el día y al que le respondía vagamente a cómo me encontraba, mientras permanecíamos sentados en un banco del patio con un refresco en la mano y deseaba, en mi fuero interno, irme de allí.
De igual forma el segundo día estuvo lleno de momentos en que la depresión se apoderaba de mí y era tal el sufrimiento que me producía que sólo encontraba alivio en llorar y llorar en la habitación, en la soledad del patio, en el suelo del baño o donde nadie me viese porque me daba vergüenza.
También cogía mi “libreta-diario” y garateaba mis ideas obsesivas, mi dolor, mi orgullo, mi rabia hasta que llegó un punto que me resultó imposible dejar de relatarlo porque era como si aquellas hojas soportaran parte del peso de mi depresión.
Además de todo lo anterior, es duro reconocer que hubo instantes en que mi cabeza se detenía a buscar el modo de quitarme la vida, en especial, cuando mi sufrimiento se sentaba en el borde de la cama a hacerme compañía, a pesar de llevar tal cantidad de medicación navegando por mi cuerpo.
La cena, una última visita al “fumadero” y a la cama, con la esperanza de que el día siguiente alumbrase con otra tonalidad.
“… Come and hola my hand… I wanna contact the living… not sure I understand... this role I’ve given... My head speaks a language.. I don’t understand... I just wanna feel real love… fill the come that I live in… ‘cos I’ve got too much life… running through my veins… going to waste… I don’t wanna die... but I ain’t keep on living eather... I just wanna feel real love... ande the live ever after... there’s a houl in my soul... you can see it in my face... it’s a real big place...” (“Feel” de Robbie Williams).
En primer lugar, he de decir que cada día es distinto al anterior y al siguiente no sólo por mi estado de ánimo cambiante por momentos, sino también porque el profesional responsable de cada actividad establecida en la programación semanal de lunes a viernes variaba el contenido a trabajar en la misma.
Es difícil recordar cada uno de los 47 días de mi internamiento, pero sí puedo relatar algunos de ellos con las circunstancias propias que los marcaron y siempre recurriendo a las anotaciones que hice en mi “libreta-diario” del transcurso de la jornada.
Como es lógico debo remontarme al segundo día de estancia tras aquellas horribles puertas, donde comencé a descubrir los entresijos de la vida de un paciente.
Tras la primera noche, la jornada tenía su punto de partida en la ardua tarea de conseguir abrir los ojos del letargo en que me sumergía la medicación del día anterior, una vez recibida la visita de un auxiliar de enfermería que, como si estuviese en procesión, iba por cada habitación para despertar a los pacientes, objetivo que, en ocasiones, se tornaba imposible por el estado en que algunos nos encontrábamos. Era práctica habitual que, tras ese primer aviso, tratara de estirar un poquito más el sueño hasta que literalmente me sacaban de la cama para llevarme al aseo.
Una vez en el aseo, abría el grifo de la ducha, mientras observaba con cierta sorpresa y estupor como el desagüe instalado en el suelo iba engullendo el agua que caía, de la misma manera, que la depresión lo había hecho con mi persona.
Me envolvía en la toalla y miraba, una vez más, aquella habitación buscando algún detalle que me hiciera sentir como en casa, mientras me preguntaba qué hacía allí. Vestirme, peinarme y hacer la cama agotaban los minutos previos a la llegada de la hora del desayuno.
Salía de mi habitación y me encaminaba aún con los párpados semicaídos al comedor, en cuya puerta se iba formado un grupito que se cruzaba el cortés “Buenos días” entre caras de sueño y hambre hasta que daban la señal de salida y, como fieras, ocupábamos nuestro sitio en cada mesa que había sido previamente asignado.
Aquí dentro, nada se deja al azar y todo está perfectamente estudiado, hasta el tiempo parece tener vida propia.
Mientras hilvanaba alguna frase entre las conversaciones que se mantenían en la mesa, degustaba mi primer desayuno compuesto de pan, mermelada, mantequilla y algo llamado café. Dado el permiso para abandonar el comedor, unos iban a la habitación y otros quemaban nicotina en el “fumadero” a la espera de la primera actividad.
Me resultó curioso el nombre de la misma: reunión de Buenos Días, pero aún más conocer en qué consistía. Todos los pacientes nos íbamos sentando en círculo alrededor de una gran mesa hasta que llegaba el encargado/a de dirigir esta actividad, quien elegía a una persona para comenzar. De este modo, paciente tras paciente íbamos relatando cada segundo que recordábamos del día anterior, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, haciendo un esfuerzo tremendo en algunos casos por explicar el contenido de las actividades que habíamos hecho o cómo había sido nuestro estado de ánimo ese día.
El resto de la mañana fue transcurriendo entre actividad con la terapeuta ocupacional, la psicóloga o la trabajadora social, matando los tiempos muertos en el “fumadero”, aunque hasta ese momento yo continuaba firme en mis siete meses sin tabaco.
Así llegaba la comida, otra vez ocupando las posiciones establecidas como si fuésemos un equipo de fútbol, y, después, comenzaba el goteo de pacientes hacia sus habitaciones en busca del descanso reparador de la siesta, mientras otros optábamos por pasear en el patio, hacer sudokus, llamar por teléfono o iniciar alguna conversación sobre cualquier tema que se nos ocurriera.
En ocasiones, tocaba entrevista con el psiquiatra, quizás más continua y próxima en esos primeros días por aquello de que éste conociese cómo iba la aclimatazación al centro, a las actividades, al resto de pacientes y, especialmente, las sensaciones que tenía.
Después de la siesta, otra actividad, la merienda y la hora de la visita que anhelaba con todas mis fuerzas. No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de mi “otro lado de la cama”, al que le relataba cómo había sido el día y al que le respondía vagamente a cómo me encontraba, mientras permanecíamos sentados en un banco del patio con un refresco en la mano y deseaba, en mi fuero interno, irme de allí.
De igual forma el segundo día estuvo lleno de momentos en que la depresión se apoderaba de mí y era tal el sufrimiento que me producía que sólo encontraba alivio en llorar y llorar en la habitación, en la soledad del patio, en el suelo del baño o donde nadie me viese porque me daba vergüenza.
También cogía mi “libreta-diario” y garateaba mis ideas obsesivas, mi dolor, mi orgullo, mi rabia hasta que llegó un punto que me resultó imposible dejar de relatarlo porque era como si aquellas hojas soportaran parte del peso de mi depresión.
Además de todo lo anterior, es duro reconocer que hubo instantes en que mi cabeza se detenía a buscar el modo de quitarme la vida, en especial, cuando mi sufrimiento se sentaba en el borde de la cama a hacerme compañía, a pesar de llevar tal cantidad de medicación navegando por mi cuerpo.
La cena, una última visita al “fumadero” y a la cama, con la esperanza de que el día siguiente alumbrase con otra tonalidad.
“… Come and hola my hand… I wanna contact the living… not sure I understand... this role I’ve given... My head speaks a language.. I don’t understand... I just wanna feel real love… fill the come that I live in… ‘cos I’ve got too much life… running through my veins… going to waste… I don’t wanna die... but I ain’t keep on living eather... I just wanna feel real love... ande the live ever after... there’s a houl in my soul... you can see it in my face... it’s a real big place...” (“Feel” de Robbie Williams).
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