MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


sábado, 29 de septiembre de 2007

Capítulo VIII de mi internamiento: la ignorancia

En la primera semana en la clínica, los poderosos tentáculos de mi depresión inclinaron la balanza a su favor, al hacer que me subiese de nuevo al tren del tabaco, hábito que, por desgracia, aún conservo.

No sé si era una victoria cantada, pero los incesantes momentos en el “fumadero” con los demás pacientes, unidos a la infatigable tensión que sentía me hicieron claudicar de mis siete meses de abstinencia tan trabajada. Hubo una mueca de desaprobación por parte de mi “otro lado de la cama”, pero comprendió el alto precio que estaba pagando con el internamiento y sus otras contraindicaciones.

De este modo, me uní a la terna de pacientes que aliviaban parte de su enfermedad a través de la nicotina. Al final, aquel sitio se convirtió en nuestra sala de estar que, tiempo después, se convirtió en la sana envidia del personal de la clínica por razones que ya contaré.

Mi enfermedad estaba desplegando un sistema de juego al que únicamente podía hacer frente siguiendo los sabios consejos de “mi psiquiatra” y los, hasta ese momento, complejos fundamentos que se nos transmitían en las actividades, pero no resulta sencillos ponerlos en práctica de buenas a primeras.

La ignorancia es quizás uno de los rasgos comunes a cualquier tipo de dolencia, por desconocer a lo qué me enfrento, por mucha información que reciba de profesionales, y, sobre todo, por verme inmerso en un mundo que escapa del propio control. Siempre se habla del miedo a lo desconocido y creo que aún más en las enfermedades mentales, dadas las connotaciones peyorativas que siempre se asocian.

Si, además de ese ingrediente, añado a la coctelera las ideas de suicidio y el sufrimiento vital propio, obtengo un batido demoledor como así fue, que me lleva a recordar constantemente algunos de los símiles utilizados por mi “psiquiatra” como el famoso flotador, es decir, los profesionales han de surtir al enfermo, en esa tormenta existencial, de flotadores con los que ayudarle a mantenerse a flote, mientras encuentra sus propios recursos para continuar respirando sin más auxilio que el de sus capacidades y habilidades. Por suerte y por desgracia, uno de esos flotadores es el tratamiento con psicofármacos.

Para alguien tan reacio como yo a la medicación, ese fue un asunto espinoso, más aún cuando tuve en mi mano cada una de las cantidades que conformaban las tres dosis diarias y eso que, en comparación con otros pacientes, no debía tomar casi nada. Sin embargo, otra vez la ignorancia estaba presente, ya que, si bien hice caso a lo dispuesto por “mi psiquiatra” y de sus pertinentes explicaciones, no sabía lo que ingería.

Yo que siempre he sido de letras, las composiciones químicas, determinadas hormonas y similares me sonaban a “Érase una vez el cuerpo humano”. No obstante, recuerdo y nunca olvidaré la famosa “serotonina” conocida como hormona del humor y su enorme influencia sobre el sueño y los estados de ánimo, así como que sus bajos niveles en el ser humano está asociado a estados agresivos, depresivos y de ansiedad. De igual modo, aprendí que mi conducta y la del resto de seres humanos depende en gran medida de la cantidad de luz que nuestro organismo recibe por el día, de tal modo que el incremento de estados de depresión se da durante las estaciones menos soleadas (otoño e invierno). No todo está siendo negativo en mi enfermedad, hasta mis conocimientos se han visto reforzados.

Pero, volviendo a mi internamiento, ninguna lección médica me había preparado para ello, ni para lo que vendría con posterioridad. Era tal la necesidad de despojarme de sufrimiento que hasta me abandoné en mi propio aspecto personal. Abandoné las ganas de comer y cierto coquetismo para refugiarme en ayunos irracionales y bermudas con chanclas. Me daba igual todo, los modos y las formas, porque ellas no llevaban entre sus pliegues mi desazón, mi amargura, mi tristeza, mi sufrimiento.

Creí que el ingreso en la clínica iba a significar una atenuación de mi sufrimiento e, incluso, escépticamente imaginé su más que pronta desaparición, pero craso error. La solución no era el simple ingreso, sino que consistía en un proceso largo, duro y tedioso, no exento de sufrimiento, así como que no existe, en las clínicas psiquiátricas, ningún avance tecnológico que succione el mismo, pues yo era la única máquina que, con los ajustes precisos, tendría que limarlo.

Esa es otra de las grandes decepciones que me llevé. Imaginar que los demás iban a hacer el trabajo que me correspondía. ¿Qué pensaba yo encontrarme tras aquellas horribles puertas? Seguro que había visto demasiadas películas de ciencia-ficción.

Mi único consuelo, si es que había, fue llorar en la soledad de esa habitación hasta lograr conciliar el sueño y pensar que mañana me despertaría de una larga, larga pesadilla, pero lo que vivía era tan real como la humedad de mis mejillas.

Por todo ello, llegué a la errónea conclusión de que ningún profesional iba a contar con la suficiente habilidad para lidiar con mi depresión y acabarían dejándome como un caso perdido. Quizás deseaba eso, pero también deseaba no sufrir más, porque sino mis ideas de suicidio pasarían a engrosar las tristes estadísticas de este país.

“…and it’s been the ruin of many a poor boy… and God I know I’m one… now the only time he’s satisfied is when he’s on a drunk.... Oh mother tell your children... not to do what I have done... spend your lives in sin and misery... in the house of the rising sun.... Well, I got one foot on the platform.. the other foot on the platform... I’m goin’ back to New Orleans... to wear that ball and chain..” (“House of the rising sun” de Animals)

viernes, 28 de septiembre de 2007

Capítulo VII de mi “libreta-diario”

Continuación:

“… Cuando comencé la segunda etapa de mi vida profesional, sentí que el lugar donde me hallaba de nuevo se había convertido en una especie de cárcel, estando en un permanente estado de nerviosismo e irritación (¿inadaptación a lo que ya conocía?), si bien hallé apoyo en una persona que aprendió a escucharme y a rellenar algunos de los huecos que tenía en penumbra…

… Fue una persona que durante dos años me ayudó a exteriorizar parte de mis angustias, convirtiéndose en algo más que una simple amistad, aunque, de nuevo, el enfrentamiento entre las expectativas internas y externas rompió por completo aquella unión…

… Con el fin de seguir cumpliendo las expectativas externas puestas sobre mí, dejé de disfrutar de la vida como hacía el resto para centrarme en alcanzar óptimos resultados que me permitiesen tener la posibilidad de elegir algo que fuese del agrado de mi entorno…

… Finalmente, todas mis renuncias por alcanzar esas expectativas externas tuvieron su fruto, obteniendo una carta que me permitía estar cerca de mi familia, circunstancia que, por supuesto, les agradó…”

Reproducción de un texto, en forma de carta, que he leído y guarda relación con alguno de mis pensamientos:

"Hijos míos, intentando educaros lo mejor que he podido ni he hecho, ni os he dejado hacer muchas cosas por el absurdo temor al que dirán. Ahora que voy a cumplir 75 años, me doy cuenta de que lo único que he conseguido ha sido poner barreras a mi felicidad y a la vuestra.

Espero que no me hayáis hecho mucho caso durante estos años… porque mis prejuicios, en realidad, no servían para casi nada."


Anónimo.

martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo VI de mi "libreta-diario"

A media luz en estas frías escaleras de la clínica, escuchando una preciosa canción en el reproductor MP3, las mismas ideas continuaban pululando por mi cabeza.

"…Siempre he cumplido las expectativas de los demás por lograr esa muestra de cariño que tanto he notado en falta y pretendía alcanzar así.

... Ya he aprendido que el cariño no se compra…

… De mi reducido grupo de amistades, siempre he sido la persona más joven y la que antes ha logrado los objetivos propios de la vida que más o menos todos luchan por alcanzar, véase trabajo, independencia económica, etc., objetivos que ellos anhelado y que, una vez, yo los he alcanzado su pensamiento era que todo había sido un camino de rosas para mí, así como que, al tener mi vida resulta, yo no tenía sufrimiento y que todo era maravilloso, ni tenía problemas, extremos que me han reconocido en más de una ocasión...

… Quizás pensaban eso por diversas razones: sus ideales y expectativas se resolvían lográndolas y ahí se acababan los problemas; no exteriorizar jamás lo que llevo dentro, porque mi imagen exterior continuaba con el mismo gesto, aunque por dentro viviese un gran tormento…

… Creo que todas las vivencias negativas que me he ido tragando, han acabado aflorando en una irritabilidad y agresividad incontrolable desde objeto a personas, quizás motivado por la importancia de luchar contra un sistema establecido y que no puedo cambiar, por seguir las expectativas externas y complacerlas y no haber sido egoísta y pensar en mí, en vez de en los demás…

… Retomando el tema de la inseguridad que demuestro por complacer a la gente y tratar de ser una persona justa, no la he tenido para otras situaciones donde he cogido el toro por los cuernos…

… Desde mediados de 1996 hasta 1999, he tragado con todas las situaciones críticas y las he afrontado del mejor modo que imaginé: la soledad…

… Tras finalizar mi carrera universitaria y tragarme mi timidez, miedos, salí de mi casa con la disposición necesaria para informarme sobre el que sería mi nuevo futuro profesional…

… Ese nuevo futuro profesional implicó que cada día debía tomar el tren sobre las siete de la mañana para desplazarme a otra localidad en un trayecto que era de una hora y donde la única compañía se reducía al traqueteo de los vagones…

… La jornada se terminaba sobre las catorce horas y treinta minutos aproximadamente, pero, en vez de regresar a mi domicilio, debía acudir a seguir un tratamiento oftalmológico, lo que significó que casi a diario seguía comiendo en solitario un bocadillo, porque la situación económica en mi casa no era la más boyante y también tenía que estudiar en la estación contenidos que me sonaban a chino porque jamás los había dado y todo ello me supuso un enorme esfuerzo…

… Lógicamente cuando terminaba la visita al oftalmólogo, de nuevo me subía al tren con otra hora de viaje por delante y siempre en soledad…

… Con 21 años había conseguido uno de los objetivos de mi nuevo futuro profesional con el consiguiente orgullo y felicidad de mi entorno porque tanto esfuerzo había sus frutos y porque mi familia y mis amigos me admiraban…

… Sin embargo, haber logrado ese objetivo no pareció suficiente para parte de mi entorno familiar que se empeñaron en que no debía quedarme en un mero peón, que lo conseguido era poco. La sensación que me transmitieron aquellas palabras fue de fracaso, de que no había cumplido sus expectativas. Una sensación de que mi trayectoria no era subir peldaño a peldaño las escaleras, sino que yo podía y debía subirlos de tres en tres. Una sensación de que no podía ser otro fracaso, otra mancha familiar…

… Por ello, renuncié nuevamente a disfrutar de lo logrado porque las expectativas externas eran que yo podía alcanzar un mejor objetivo. Por eso, dediqué todos mis esfuerzos (tiempo físico y psíquico) en ese objetivo para satisfacer, por un lado, parte de mi ambición y, por otro, complacer a los demás…

… Ello implicó dedicar los fines de semana a tareas extra, al mismo tiempo que debía adaptarme a un estilo de vida distinto al que hasta entonces había conocido…

… Finalmente, tanto sacrificio tuvo su recompensado al llegar a la meta ansiada, con el añadido de conseguirlo a una edad impropia en comparación con los demás. Sólo tenía veintidós añitos…”

...Continuará...

"...I only ask of God… he won’t let me be indifferent to the suffering.. that the very dried up death doesn’t find me.. empty and without having given my everything... I only ask of God... he won’t let me be indifferent to the injustice... that they do not slap my other cheek... after a claw has scratched my whole body... I only ask of Go.. he won’t let me be indifferent to the wars... It is a big monster which treads hard... on the poor innoncence of people...” (“I only ask of God” de Outlandish)

lunes, 24 de septiembre de 2007

Capítulo V de mi internamiento

Durante la primera semana de estancia en la clínica, concentrarme en las actividades resultó un completo desastre, por lo que no me quedó más remedio que recurrir a mi “libreta-diario” para ir anotando lo que había hecho cada día. Así contaba con una “chuleta” en la “reunión de Buenos Días”, ya que no quería pasar ese mal trago de quedarme en blanco como le ocurría a otros pacientes. Me negaba a pasar esa vergüenza de que me ayudaran a recordar, cuando jamás nadie lo había hecho.

Todo ello, otro fruto de mi afán perfeccionista, que sobresalía aún por encima del impacto devastador que la medicación tenía sobre mi organismo, por mucho que, en esos momentos, me transformase en un ser totalmente incapaz de mantener mi atención en algo o alguien más de cinco minutos. ¿Cuestión de orgullo? Tal vez, pero rondaba aún la persistente idea de autonegación de la depresión y de la pérdida de tiempo que implicaba quedarme un día más tras aquellas horribles puertas. Seguía creyendo que había tomado la decisión incorrecta, que sobraba en aquel sitio, que no podían ayudarme porque allí no iba a encontrar la solución, porque yo no tenía depresión, sino nada más que una mala racha.

Con estas ideas, era lógico que las actividades en las que participaba me pareciesen un ejercicio fútil, por no decir que tanto discurso metafórico de “mi psiquiatra” me hacía sentir como un niño pequeño escuchando la lección paternal oportuna tras una gran trastada. ¿Quién se creía para tener que soportar una soporífera charla sobre lo divino y lo humano? Las palabras se repetían en cada sesión y más que una liberación, todo se estaba convirtiendo en una cárcel de la que no sabía cómo poder escapar.

Sólo deseaba irme a mi habitación, tumbarme en la cama y “desangrarme” a llorar. Guardar mi sufrimiento e intentar acallarlo lo antes posible.

Entre ese maremágnum, hice un descubrimiento: una vetusta canasta de baloncesto en el patio de la clínica. Los ojos se abrieron de par en par y los músculos se tensaron ante tal novedad. Tras pertrecharme de un balón, mis horas muertas revivían entre tiro y tiro, trasladándome lejos de aquel ambiente y devolviéndome a mi infancia, por lo que cada momento que pasaba con la pelota entre mis manos, la niebla existente en mi cabeza se desvanecía, volviendo a recuperar sensaciones perdidas.

Ese simple detalle permitió que me fuese alejando de esa actitud arisca durante los primeros días para hacerme debutar en el pabellón de la clínica como un jugador fundamental que, dentro de las limitaciones marcadas por la enfermedad, debía dirigir el partido más importante de su vida.
A pesar de seguir latente el sufrimiento, haber entrado en juego significó un paso adelante, si bien no exento de numerosos titubeos.

No era un mero espectador, sino que las actividades comenzaron a tener cierta repercusión en mi estado de ánimo, aunque no siempre fuesen todo lo positivas que yo precisaba. Cada entrevista con “mi psiquiatra” era compleja, porque sentía por momentos que quería provocar conversaciones para las que aún mi mente no estaba preparada.

Difícil, trágica y dolorosa fue la repercusión de los consejos de “mi psiquiatra”, porque estaba destapando el tarro de mis peores esencias y me hacía sufrir demasiado. De este modo, a medida que “mi psiquiatra” intentaba enfrentarme a mis propios fantasmas, más sufrimiento experimentaba por lo que, en voz baja, yo sabía lo que iba a encontrarme.

Las primeras actividades dirigidas por la psicóloga significaron momentos de desaliento, de baja autoestima, de derrota porque, al hablar de asertividad, veía que, durante todo este tiempo, todo el mundo había estado pasando por encima de mí y yo era incapaz de ponerle freno: incapacidad para negar una petición, para expresar emociones, para dar una opinión.

Al menos, transcurrido un tiempo, comencé a disfrutar de los permisos de fin de semana que fueron un alivio para las tensiones internas que vivía de tanto encierro. La tarde de los viernes hacías tu mochila para irte a casa hasta el domingo por la tarde. Eso sí, en tu mochila llevabas un sobre con la medicación pautada.

Aún estando en mi propio hogar, hubo momentos de derrumbe total, a los que sumaba la errónea idea de un ingreso inútil, provocando que mis ideas suicidas ganasen la batalla e intentase quitarme la vida con la medicación que me habían dado en la clínica, obviando todas las oportunas y correctas recomendaciones de “mi psiquiatra", porque no soportaba otra vez las mismas sensaciones, vivir en ese continuo sufrimiento.

“... I kind of keep asking myself little questions like where do I go from here... I seem to keep losing track of time.... Been a painful road to a door that’s closes... been a gamble that I knew I couldn’t win... I used to enjoy spending my time on my own here... wachting the jaded people pass... now here I am sharing their pain and their lonely tears... and walking a road of broken glass... It’s a constant fight to get through each day and night... What’s the reason?... what’s the answer?... how long will this last?...” (“Holding back the tears” de Take That)

domingo, 23 de septiembre de 2007

Capítulo IV de mi “libreta-diario”

Retomo el manuscrito de mis días en la clínica, que sigue siendo un recorrido a lo largo de los años de mi existencia.

“Vivir una experiencia como el ingreso de mi padre debido a una operación en la cabeza marcó muchos aspectos del desarrollo de mi personalidad.

Como consecuencia de la larga permanencia de mi progenitor en el hospital, comía siempre en soledad, pasaba muchas horas en soledad, circunstancias estas que me convirtieron en una persona solitaria, independiente. Alguien calificado como raro porque el ambiente familiar en aquel momento sólo dejaba espacio para centrar la atención en mi padre.

Esta personalidad ha sido muchas veces cuestionada por mis amistades, debido a que no solía contar aspectos de mi vida y porque sólo lo hacía y lo sigo haciendo en las personas en que confiaba y confío.

Sé que parte de mis propios amigos no han entendido mi conducta extremadamente celosa con mi intimidad, algo así como material “top secret”. Sé que con ese carácter he estado y estoy nadando a contracorriente por no ser o hacer lo mismo que los demás.

Por eso, pienso que soy el bicho raro del grupo, pero no sólo con mis amistades, sino que también me siento la oveja negra de cualquier relación social porque a simple vista no sigo los patrones establecidos: no doblegarme a los caprichos de los demás.

Entre toda esta gente, existe una persona que ha sabido aceptar, adaptarse y respetar siempre mi forma de ser.

Tras la operación de mi padre, la vida familiar se vio en la obligación de reestructurar sus pilares, teniendo que cambiar de localidad de residencia con los consiguientes transformaciones que ello conllevó: una nueva localidad, un piso en vez de una casa con un lugar de recreo y esparcimiento, la lejanía de mi grupo de iguales.

Ahí empezaba una nueva parte del inicio de mi soldada, donde aprendí a tragarme todo mi sufrimiento, quizás ha sido un mal autoaprendizaje de resolución de problemas. Tendría que haber pedido ayuda para solucionar mis sentimientos en vez de esconderlos en mi interior porque eso sólo llevo a que los demás pensarán que podía resolverlo todo.

Con trece años y dadas las circunstancias anteriores, me encerré en mi burbuja (la música, mis propios pensamientos, mis largas conversaciones con mi propio ser de interlocutor, plasmar mis sensaciones en un papel, etc.)

A pesar de cambiar de localidad de residencia, proseguí mis estudios en el mismo centro de mi antiguo domicilio donde estaban todas mis amistades, aún así tuve que entablar nuevas relaciones al no estar en la misma clase, si bien, al finalizar la jornada escolar, regresaba al mediodía a mi casa teniendo que comer también en soledad y como únicos entretenimientos los deberes, la música y el frío abrazo de la soledad, porque mis amigos vivían en otro sitio.

Por desgracia, ni me quedaba el consuelo de sentir la aspereza de un balón entre las manos jugando horas y horas con el eco de los rebotes del tablero”.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

¿Cómo es el día a día de un paciente?

Imagino que muchas personas se han hecho la misma pregunta que me planteé yo en su momento sobre cómo es la vida dentro de una clínica psiquiátrica. Aunque más o menos he relatado mis primeros momentos de estancia, éstos no son más que mis sensaciones nada más aterrizar en la clínica de la manera en cómo me sentía y percibía los primeros pasos de mi internamiento.

En primer lugar, he de decir que cada día es distinto al anterior y al siguiente no sólo por mi estado de ánimo cambiante por momentos, sino también porque el profesional responsable de cada actividad establecida en la programación semanal de lunes a viernes variaba el contenido a trabajar en la misma.

Es difícil recordar cada uno de los 47 días de mi internamiento, pero sí puedo relatar algunos de ellos con las circunstancias propias que los marcaron y siempre recurriendo a las anotaciones que hice en mi “libreta-diario” del transcurso de la jornada.

Como es lógico debo remontarme al segundo día de estancia tras aquellas horribles puertas, donde comencé a descubrir los entresijos de la vida de un paciente.

Tras la primera noche, la jornada tenía su punto de partida en la ardua tarea de conseguir abrir los ojos del letargo en que me sumergía la medicación del día anterior, una vez recibida la visita de un auxiliar de enfermería que, como si estuviese en procesión, iba por cada habitación para despertar a los pacientes, objetivo que, en ocasiones, se tornaba imposible por el estado en que algunos nos encontrábamos. Era práctica habitual que, tras ese primer aviso, tratara de estirar un poquito más el sueño hasta que literalmente me sacaban de la cama para llevarme al aseo.

Una vez en el aseo, abría el grifo de la ducha, mientras observaba con cierta sorpresa y estupor como el desagüe instalado en el suelo iba engullendo el agua que caía, de la misma manera, que la depresión lo había hecho con mi persona.

Me envolvía en la toalla y miraba, una vez más, aquella habitación buscando algún detalle que me hiciera sentir como en casa, mientras me preguntaba qué hacía allí. Vestirme, peinarme y hacer la cama agotaban los minutos previos a la llegada de la hora del desayuno.

Salía de mi habitación y me encaminaba aún con los párpados semicaídos al comedor, en cuya puerta se iba formado un grupito que se cruzaba el cortés “Buenos días” entre caras de sueño y hambre hasta que daban la señal de salida y, como fieras, ocupábamos nuestro sitio en cada mesa que había sido previamente asignado.

Aquí dentro, nada se deja al azar y todo está perfectamente estudiado, hasta el tiempo parece tener vida propia.

Mientras hilvanaba alguna frase entre las conversaciones que se mantenían en la mesa, degustaba mi primer desayuno compuesto de pan, mermelada, mantequilla y algo llamado café. Dado el permiso para abandonar el comedor, unos iban a la habitación y otros quemaban nicotina en el “fumadero” a la espera de la primera actividad.

Me resultó curioso el nombre de la misma: reunión de Buenos Días, pero aún más conocer en qué consistía. Todos los pacientes nos íbamos sentando en círculo alrededor de una gran mesa hasta que llegaba el encargado/a de dirigir esta actividad, quien elegía a una persona para comenzar. De este modo, paciente tras paciente íbamos relatando cada segundo que recordábamos del día anterior, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, haciendo un esfuerzo tremendo en algunos casos por explicar el contenido de las actividades que habíamos hecho o cómo había sido nuestro estado de ánimo ese día.

El resto de la mañana fue transcurriendo entre actividad con la terapeuta ocupacional, la psicóloga o la trabajadora social, matando los tiempos muertos en el “fumadero”, aunque hasta ese momento yo continuaba firme en mis siete meses sin tabaco.

Así llegaba la comida, otra vez ocupando las posiciones establecidas como si fuésemos un equipo de fútbol, y, después, comenzaba el goteo de pacientes hacia sus habitaciones en busca del descanso reparador de la siesta, mientras otros optábamos por pasear en el patio, hacer sudokus, llamar por teléfono o iniciar alguna conversación sobre cualquier tema que se nos ocurriera.

En ocasiones, tocaba entrevista con el psiquiatra, quizás más continua y próxima en esos primeros días por aquello de que éste conociese cómo iba la aclimatazación al centro, a las actividades, al resto de pacientes y, especialmente, las sensaciones que tenía.

Después de la siesta, otra actividad, la merienda y la hora de la visita que anhelaba con todas mis fuerzas. No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de mi “otro lado de la cama”, al que le relataba cómo había sido el día y al que le respondía vagamente a cómo me encontraba, mientras permanecíamos sentados en un banco del patio con un refresco en la mano y deseaba, en mi fuero interno, irme de allí.

De igual forma el segundo día estuvo lleno de momentos en que la depresión se apoderaba de mí y era tal el sufrimiento que me producía que sólo encontraba alivio en llorar y llorar en la habitación, en la soledad del patio, en el suelo del baño o donde nadie me viese porque me daba vergüenza.

También cogía mi “libreta-diario” y garateaba mis ideas obsesivas, mi dolor, mi orgullo, mi rabia hasta que llegó un punto que me resultó imposible dejar de relatarlo porque era como si aquellas hojas soportaran parte del peso de mi depresión.

Además de todo lo anterior, es duro reconocer que hubo instantes en que mi cabeza se detenía a buscar el modo de quitarme la vida, en especial, cuando mi sufrimiento se sentaba en el borde de la cama a hacerme compañía, a pesar de llevar tal cantidad de medicación navegando por mi cuerpo.

La cena, una última visita al “fumadero” y a la cama, con la esperanza de que el día siguiente alumbrase con otra tonalidad.

… Come and hola my hand… I wanna contact the living… not sure I understand... this role I’ve given... My head speaks a language.. I don’t understand... I just wanna feel real love… fill the come that I live in… ‘cos I’ve got too much life… running through my veins… going to waste… I don’t wanna die... but I ain’t keep on living eather... I just wanna feel real love... ande the live ever after... there’s a houl in my soul... you can see it in my face... it’s a real big place...” (“Feel” de Robbie Williams).

martes, 18 de septiembre de 2007

Capítulo III de mi “libreta-diario”

Según se iban consumiendo los minutos allí dentro, mis pensamientos más ocultos, aquellos que siempre me había guardado, fueron brotando con cuentagotas fruto de las conversaciones que mantenía con “mi psiquiatra” que me llevaban a escarbar dentro de mí.

Quizás cada entrevista médica en ese minúsculo cubículo llamado despacho no era sólo conocer mi estado de ánimo, sino provocar la catarsis suficiente para que me enfrentase a las vivencias del pasado, las hiciese aflorar y supiera darles el significado correcto.

La verdad es que fuese lo que fuese, mi mente y mi corazón necesitaban desahogarse de tal modo que había momentos en que no podía dejar de escribir, a pesar de lo inconexo de lo que iba relatando, pero imagino que, entre esas inconexiones, está la clave de mi depresión.

Continuando con esa “libreta-diario”, paso a transcribir textualmente:

“... El peso de las expectativas externas sobre mí hicieron que me encerrase en mi propio interior, transformándome aún más en una persona introvertida, fría, retraída (MI MUNDO DE PIN Y PON) y ello ha llevado a que dé las mismas razones a mi conducta, que resumo siempre en las mismas palabras: NO HABLO POR NO MOLESTAR, NO PIDO AYUDA POR NO MOLESTAR (porque he llegado a sentirme un estorbo cuando han valorado dos esfuerzos iguales con una escala distinta.

Me he exigido siempre mucho, mi máximo porque la gente esperaba ese máximo de mí, quizás porque la elección de mi … no fue bien digerida por mi entorno, debido a que lo habían dado todo por los dos para no viviéramos sus duras experiencias desde pequeños como les había tocado a ellos experimentar.

Por eso, entonces, creo que esas expectativas se proyectaron en mí, como un modelo familiar, pero, en ocasiones, me he sentido más como un orgullo social, que un orgullo por la persona que soy.

Aún así pienso (quizás sea una apreciación subjetiva) que es como si nada de lo que he hecho hubiera sido suficiente porque miraban más el envoltorio externo que el interior de mi persona como si lo único que contase fuese lo socialmente importante y no aceptasen mi propia personalidad con sus pros y sus contras (carácter introvertido) y, como consecuencia de ello, siempre reitero lo mismo: NO HABLO POR NO MOLESTAR. NO PIDO AYUDA POR NO MOLESTAR.

Esas actitudes me han dolido demasiado, especialmente porque como las expectativas externas estaban satisfechas, nadie nunca preguntó si podía solucionar otras cuestiones porque habían comprobado que las externas estaban cumplidas en un doscientos por cien y la sensación era que yo podía resolverlo todo por mí mismo. ¿Cómo va a sufrir o tener problemas alguien que es un modelo a seguir?...

Dentro de mi propio encierro interno, huía con mi música del exterior para desahogarme y tranquilizarme de ese dolor… ”


… I know a place where heaven breathes... and it’s throught her windos... your baby girl’s window... I wish you would stay... to see what she made of herself… I’m looking for the words to say... something to take her pain away... through her window...” (“Baby girl’s window” de Robbie Williams)

domingo, 16 de septiembre de 2007

Capítulo II de mi “libreta-diario”

A medida que iban pasando los días dentro de la clínica, alcanzaba un poquito más de profundidad en el conocimiento de mi persona, lo que me llevó a ir revisando cajón tras cajón del armario que se ha ido formando con todas mis experiencias en la vida.

Este es un segundo extracto textual de lo que escribí tras aquellas horribles puertas:

... Durante toda mi vida, he intentado resolver mis propios problemas, fracasos o disgustos por mí mismo (patrón de Juan Palomo: Yo me lo guiso, yo me lo como) con mayor o menor éxito sin recurrir a ayudas externas porque para mí eso significa UN FRACASO, UNA MUESTRA DE DEBILIDAD y porque, para mi nivel de autoexigencia, eso significa un FRACASO COMO PERSONA.

Pienso que pedir ayuda en cuestiones personales (privadas) en el marco de las relaciones interpersonales supone un RIESGO (que soy capaz de asumir hasta cierto punto) porque si cometes el error de depositar tu confianza en la/s persona/s equivocada/s, esa/s persona/s pueden jugar con ESAS DEBILIDADES, CON ESAS CARTAS, SEGÚN SUS INTERESES Y LLEGAR A HUMILLARTE COMO SER HUMANO (en ocasiones conscientemente y otras veces no) pero no se dan cuenta del daño que sus acciones provocan. Tú puedes contarle a un amigo un problema puntual, pero, con la seguridad y confianza, de que eso quedará entre los dos y no trascenderá al resto (SER COMO UNA TUMBA), pero ha habido personas, cuya confianza se ha perdido por no saber donde están los límites y no respetar a su igual.

NO ME GUSTA PEDIR AYUDA (a nivel personal), pero no tengo ningún inconveniente en solicitarla a nivel profesional o para gestiones comunes a las que no encuentro salido o ignoro (antes fui cocinero que fraile). Ello no me provoca inseguridad, ni frustración, ni vergüenza, porque ignoro de que se trata, no lo he hecho nunca y si siento temor a no saber resolverlo del modo más correcto, quiero contar con los elementos suficientes para hacerlo de la mejor forma.

Creo que eso forma parte de mi personalidad: hiperresponsabilidad, perfección.

Como ya he mencionado antes en el terreno profesional, no temo preguntar porque si desconozco algo que jamás he hecho o visto, busco las soluciones y los recursos para solventar la situación que ha surgido (motivado, en ocasiones, por la falta de experiencia, que te lleva a dos caminos: seguir en la ignorancia o preguntar). Por eso, pregunto a otros compañeros con más experiencia o consultando otras fuentes, porque ese ridículo, timidez, miedo que siento en el terreno personal, desaparece por completo en otros ámbitos al no importarme hacer las preguntas necesarias por varias razones, partiendo siempre de la humildad:

- La necesidad imperiosa de aprender y no estancarme en una mecánica que no contribuye a nada y también para adquirir mis propios recursos para situaciones futuras y saber dar la respuesta adecuada a cada demanda.

- No me conformo con lo que tengo. Uno de mis lemas es RENOVARSE O MORIR, porque sino no estás ayudando a nadie, ni siquiera a ti mismo.

- Poder ayudar a quien vive una situación angustiosa, ya que eso forma parte de mi trabajo.

Al margen de las posibles palmaditas que en ocasiones deberías recibir con un extra más de motivación por parte de tus jefes, también hay que ser consciente de que no existe mejor recompensa que ver una demanda satisfecha...

...Ha habido episodios sórdidos en mi pasado que he vivido en silencio y soledad como consecuencia de seguir mi patrón de tragarme mis propias “mierdas”, así como también por haber sido siempre el monito de feria a exhibir en mi hogar: un modelo de persona que como tal todos daban, por supuesto, que no tenía problemas, que no sufría, que no había vivido trágicos momentos, algo totalmente incorrecto.

Era y soy aún un modelo de comportamiento por aquello de no salir por las noches, no beber, por mi saber estar, por mis logros educativos, extremos que a alguna persona le hacen sentir bien socialmente, pero en contraposición a todo ello siempre ha habido una tendencia a compararme con otras personas (modo de vestir, de ser) como pretendiendo tener un objeto social que exhibir y no un ser humano con sus virtudes y defectos.

Para mí, cada uno de esos comentarios en ese sentido me ha dejado un gran sentimiento de frustración por no cumplir las expectativas externas. Esos comentarios escuecen especialmente cuando me he esforzado por lograr lo que esperaban, dando lo mejor de mí, por no causar problemas, por no provocar desestabilizaciones y, a pesar de lograr parte de esas grandes expectativas externas, hubiera siempre que hacer más y nada de lo que he obtenido sirviera. Sentir que las últimas palabras que escuchas siempre son” PODRÍAS SER COMO ESTA PERSONA”, y eso j*** mucho, me hace jirones el alma.

Duele escuchar que tu ****** tiene otro carácter y que recibe un afecto que es diferente al tuyo.

Es duro esforzarte por cumplir unas expectativas externas en la creencia de que así lograrás el afecto que ves recibir a otro. Duele y duele porque así lo percibo. Sin embargo, he aprendido con tanta caída que el cariño no se compra…”

Amargas palabras que creo han dejado tan enorme poso en mi interior, que han marcado el devenir de todos estos años. Amargas palabras que han provocado momentos de desasosiego en el camino que he seguido.

Pueden parecer ideas infantiles, pero no dejan de reflejar una realidad que he vivido y que se han depositado como losas sobre mi mente, hasta el punto de imprimir rasgos de mi personalidad.

Ese tipo de comentarios, de comparaciones deben evitarse en la mayoría de lo posible por las consecuencias que ello pueda traer en el futuro a la salud mental de las personas, y sino sirva como muestra un botón: mi propia enfermedad.

"… Sometimos you know you push me so hard… I don’t know how I feel… you almost make me doubt I feel at all... It’s not as though I always listen... but there’s just so much I don’t hear... maybe I’ll never be what you want... I know that all you’re asking for is a little place in my heart.... but it don’t find it easy to give... maybe I get a little selfish sometimes... Why shouldn’t I?... And who am I to tell you that I would never let you down.. that no-one else could love you half as much as I do now... And who am I to tell you I’ll always catch you when you fall... Well... I, I wouldn’t be myself at all..." ("Who am I" de Will Young)

martes, 11 de septiembre de 2007

Capítulo I de mi"libreta-diario”

Una de mis aficiones preferidas tras aquellas horribles puertas era buscar un rincón solitario y aislarme del resto del mundo escuchando música, mientras trataba torpemente de plasmar en mi “libreta-diario” las sensaciones de esos momentos de internamiento y enfermedad.

Poco a poco, las hojas se fueron poblando de recuerdos, de ideas obsesivas, de rabia, de lágrimas, de sinsabores, de sufrimiento y, en ocasiones, de esperanza.

Los aspectos de mi enfermedad están reflejados en la historia clínica, pero, lejos de tecnicismos médicos, escribí con mi propia letra y en primera persona los capítulos que protagonizaba por mi depresión.

Es la primera vez que transcribo lo escrito en esos días de internamiento, aunque me permitiré el lujo de omitir algún que otro contenido demasiado espinoso y privado. Pido disculpas por lo inconexo de algunos párrafos, pero, bajo medicación, es complicado escribir, así que ya no digo nada pensar.

Creo que no es lo mismo hacer memoria de lo vivido, que abrir esa “libreta-diario” para mostrar la realidad de lo que sobrevolaba por mi cabeza en instantes tan duros:

“… Lucho contra mi propia timidez (salvo con las personas en quien realmente confío), contra mi propio sentido del ridículo (odio quedar en evidencia por cuestiones que no dependen de mí y me pone de los nervios) y lucho contra mi inseguridad que, en ocasiones, considero relativa.

Una inseguridad que me provoca ansiedad y bloquea mi modo de pensar cuando hay una situación que no he vivido o experimentado y, a mi alrededor, no cuento con un apoyo, con una guía que me dé los recursos necesarios para solventar dicha situación, así como adquirirlos, por si se plantea una situación de similares características, poder apoyarme en esas “MULETAS” que ya me han proporcionado con anterioridad para solucionarlo.

… Es duro, jodido, frustrante, ver que hasta los … años … hayan valorado: mi capacidad de aprender, de ser humilde a la hora de preguntar mis dudas ante la falta de experiencia, de integrarme con el resto sin distinción, de haber ayudado más de lo que se me podría exigir y, después en otro sitio a miles de kilómetros, sentirte como un cero a la izquierda, aún sabiendo resolver las papeletas.

Entonces, llevo casi año y medio preguntándome por qué este cambio tan radical.

… Creo que encajo en este lema: HAZ EL BIEN, SIN RUIDO. Esto significa que, en el cumplimiento del trabajo, además de hacerlo lo mejor posible, tengo que poner entrega, cariño, servicio y ayuda a las personas. De este modo, consigo mayor interés, más atención y estímulo en aprender…”


"... Son humanas situaciones... encontrar una razón... esa es la barrera que hay derribar... Son las cosas de la vida... van unidas siempre así... Hoy miro al cielo... con los pies en el suelo... porque ser humano es lo quiero ser... con mis manos lo alcanzaré... Son las cosas de la vida... nunca me acostumbraré... esta noche que pasa lenta rozándome... trato de afrontarla, de aferrarla..." ("Cosas de la vida" de Eros Ramazzotti)

sábado, 8 de septiembre de 2007

El primer día detrás de aquellas horribles puertas

Quizás el mayor temor al que te enfrentas al ingresar en una clínica psiquiátrica es saber lo que vas a encontrarte allí dentro y, especialmente, verte a tí mismo como uno de los protagonistas de esas típicas escenas que retratan las películas americanas o las imágenes en blanco y negro de la España de la postguerra: habitaciones con paredes acolchadas, estancias frías, silenciosas, abandonadas y masificadas, jardines enormes y descuidados, pacientes con mirada perdida, vestidos de cualquier manera, camillas por los pasillos, cerrojos, carceleros y cualquier otra que pueda venirme a la cabeza.

Estas ideas preconcebidas, sumadas a la propia enfermedad, pueden resultar verdaderamente perjudicales a la hora de asumir que requieres de una asistencia y seguimiento inicial en una clínica psiquiátrica.

Detrás de aquellas horribles puertas, mis sentidos descubrieron un panorama completamente distinto: estancias impregnadas de un aroma acogedor e íntimo; un número no superior a quince pacientes, de distintas edades y sexos, con nuestra particular visión de la moda reflejada en la vestimenta; miradas curiosas, conversaciones a todo ritmo y hasta risas, disponiendo de un colorido jardín, donde poder esparcir las ideas, las lágrimas, la rabia, el sufrimiento.

También hallé un personal dotado de gran profesionalidad y calidad humana, tal vez demasiado conscientes de las razones que me habían llevado a ingresar allí, así como de los límites que no debía rebasar, lo cual aplicaban sin distinción a todos los pacientes y que contribuía a adquirir el orden y armonía que es preciso tener en un centro de estas características.

En esos primeros días de internamiento, mis máximos esfuerzos se concentraban en alcanzar la adaptación adecuada y no dormirme por el efecto de la medicación, ya que sólo tenía, hasta el momento, acostumbrado el cuerpo a las aspirinas y poco más. Uno no puede hacerse idea de cómo vas a reaccionar tras la primera toma, pero, luego, te puedo asegurar que mi mente y el resto de mi cuerpo iban en distintas direcciones, sintiéndome como un pelele.

Eso sí, a los cinco minutos de estar detrás de aquellas horribles puertas, quería irme, regresar a mi cama, porque seguía teniendo la infantil idea de que no necesitaba ningún tipo de ayuda y que podía superar la depresión por mis propios medios, aunque el tiempo, el tratamiento y mi "psiquiatra" me han enseñado que no hubiera sido capaz de salir a flote por mí mismo.

Lógicamente, en este centro, imperan las normas de la casa: prohibido el teléfono móvil, hasta el ordenador portátil. ¿Qué iba a hacer yo sin mi PC?. Lo único que me permitieron fue un reproductor de MP3 que se convirtió en mi más fiel compañía junto a una libreta y un bolígrafo durante los 47 días que pasé allí, yéndose llenando las horas del primer día por la primera comida en estado de shock entre gente desconocida, la primera toma de medicación, la primera visita al "fumadero" (aún por entonces seguía sin fumar), una visita a la habitación, una primera actividad del centro que ni recuerdo, la merienda, la hora de la visita.

Bienvenida fue esa hora, esperando, deseando volver a tener contacto con el mundo que existía fuera de aquellas horribles puertas. Mi "otro lado de la cama" llegó puntual y deseoso de conocer cómo estaba, cómo habían ido esos primeros momentos, pero no recuerdo ni una palabra de lo que hablamos quizás producto de la medicación. Llegó el momento de que se fuera, despidiéndome con un beso entre una mezcla de alegría por saber que estaba en buenas manos y tristeza por saber que no estaba en sus buenas manos.

Tras esto unos minutos de espera y la cena, otra toma de medicación, "fumadero", primeras conversaciones con algunos de los pacientes, incertidumbre, cansancio, tensión, ganas de echar a correr, nervios, dolor y una habitación que se me antojaba vacía, fría, silenciosa.

Y una pregunta atormentándome: ¿cuándo se acabaría mi sufrimiento?

"... pero eres justamente como debes ser... si aprendes a quererte, te sentirás mejor... y yo espero que sigas igual... pues de tí no hay nada que cambiar... Pienso que puedes llegar... sólo tienes que buscar... adentro están tus sueños... déjalos volar... No hay que temer... si algo tienes que decir... abre tu alma entera y deja que hable por tí..." ("Stay the same" de Joey McIntyre -versión en español-)

viernes, 7 de septiembre de 2007

Un S.O.S entre lágrimas.

Como ya decía en el post anterior, los episodios van y vienen. Pues me he olvidado de uno de ellos, quizás de los más emotivos: La segunda o tercera noche, no recuerdo con exactitud, después de la primera consulta, presa de la desesperación y del sufrimiento, marqué el teléfono de mis padres entre lágrimas. Fue como un S.O.S, sin saber qué decir, nada más que llorar ante el desconcierto de mis padres, hasta que mi "otro lado de la cama" cogió el auricular para tranquilizarles y explicarles lo que había sucedido esos últimos días.

Ahora también se me caen las lágrimas al recordarlo por la gratuidad de la preocupación paterna, pero, en aquel momento, actué buscando una nueva vía de escape, un flotador al que agarrarme para poder seguir en la superficie.

"... when it's all too much... you need some human touch... to see that it's really not so bad... Can you see through your tears... I will always be here... and you're not out there all alone... hold on... till you feel a little stronger... hold on to me... hold on... everything's gonna be alright... just hold on to me tonight...." ("Hold on" de Jamie Walters)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Antes de todo

Es tal el lío cronológico que existe en mi cabeza sobre cada una de las secuencias de mi enfermedad que ello no contribuye, en ocasiones, a que mi relato siga cierto rigor temporal. Es más, releyendo lo ya escrito en días precedentes, me he dado cuenta de que sólo hago mención en líneas generales a cómo fueron los comienzos de la misma.

A diario, ejerzo un constante "flashback" mental que me devuelve fragmentos del pasado y presente, lo que me hace ser consciente de que hay episodios que tienen su lugar concreto y no cualquier otro en esta historia.

Hubo un largo camino antes de llegar a esa primera consulta médica, un camino plagado de comportamientos irracionales durante tal vez años, que se agudizaron en los últimos meses.

No tengo consciencia, al menos, de que haya una fecha determinada, aunque reconocer que tengo un carácter demasiado complejo no es motivo suficiente para justificar que, de repente, fuera una bomba de relojería. Era como acercar un fósforo a la mecha y todo saltaba por los aires (literalmente).

Me transformé en un cóctel explosivo, incluso para mis seres queridos: mi paciencia se esfumó y, a la mínima que algo no era como yo creía en ese momento, montaba un número de chillidos, lloros y palabras de reproche, llegando hasta destrozar vasos contra el suelo porque necesitaba sacar una agresividad incomprensible e incontrolable.

Tensiones laborales hicieron que mi conversación se circunscribiese única y exclusivamente a ese tema. Podía pasarme horas y horas repitiéndole a mi "otro lado de la cama" las mismas frases, con el consiguiente desgaste psicológico que eso me ocasionaba, amén del aguijón venenoso que supuso para la relación de pareja.

El trabajo se convirtió en tal obsesión que abandoné la lectura, el deporte, en definitiva, toda afición, llegando a no querer salir de casa los fines de semana, aunque fue simplemente a pasear.

Recuerdo que, por aquellos meses, tocó mudanza de vivienda. Hubo días de auténtico infierno, en los que no dejaba de quejarme por el tamaño de las habitaciones, por cumplir el programa mental que había establecido para instalarnos definitivamente, por la limpieza, por realizar las pequeñas obras de reforma, por recoger todos los enseres personales, por las lámparas del techo, etc... Esos días acabaron, en alguna que otra ocasión, en conductas infantiles como ducharme a oscuras y con agua fría o, cuando ya no podía soportar más sufrimiento, en intentos de hacerme daño.

Ya no digo nada con el famoso "escritorio": hubo dimes y diretes por aquello de que veía la realidad desde la perspectiva de quien ya está desarrollando la enfermedad y, por tanto, todo estaba siempre mal.

Hasta en una visita de mis padres, afloró mi enfermedad con tal virulencia que, después de irse, acabé retorciéndome en la cama entre lágrimas de vergüenza y rabia. Mis "papás" habían venido con sus mejores deseos y sonrisas, con todo su cariño y yo, yo ya atrapada entre la telaraña de esa enfermedad, no dejaba de mostrar unos signos cada vez más evidentes e incompresibles para cualquier persona cercana.

Hubo fines de semana que comenzaban con gritos durante la mañana del sábado, llegando a la tarde del domingo en un tremendo estado de agotamiento, siempre entre palabras de perdón, y con las mismas frases: "no lo aguanto más", "no lo soporto", "quítamelo de la cabeza", mientras me golpeaba el cuero cabelludo con los nudillos. Esos dos días de asueto laboral se convirtieron en días de agresividad, descalificaciones y yo que sé más. Me duele recordarlo por el sufrimiento que supusieron a mi cuerpo y a mi pareja.

Y, por desgracia, todo ello se acabó transformando en una rutina diaria de malas caras, gritos, lloros, sufrimiento, impotencia, rabia y cansancio, mucho cansancio mental. Sólo pedía poder dormir y estar en la cama, hasta que me daba otro ataque de agresividad y arrancaba la funda nórdica del sitio, lanzaba las almohadas por el pasillo y me retorcía sobre el colchón pataleando y dando puñetazos, hasta el cabecero sufrió los envites de mi cabeza, frenados en más de una ocasión por la mano protectora de mi "otro lado de la cama".

Claro, con tanto descontrol durante esos meses, había días en los que no ingería alimento alguno para el cuerpo consecuencia del estado de nervios en que vivía.

Aunque lo más irónico de toda esta situación es que, en aquel tiempo, había dejado de fumar y no necesitaba la nicotina para tranquilizarme, ni me acordaba del maldito cigarrillo.

Ese agotamiento físico y mental era tan manifiesto que sólo quería dormir del modo que fuese y, por supuesto, necesitaba tomar pastillas para cerrar los ojos y descansar sin tener presentes tantas ideas obsesivas. Es triste, pero real, que llegué a consumir tal cantidad en un día de infierno sólo por no vivir ese sufrimiento más. Creo que dormí más de doce horas aquel fin de semana, mientras mi "otro lado de la cama" asistía estupefacto a mi derrumbe y hacía todo lo posible porque no cometiese ninguna locura, llegando a tirar, en una ocasión, las dichosas pastillas por la ventana porque quería tomarme otra buena ración de ellas.

Ya apenas hablaba de nada, salvo de temas laborales, ni miraba para mi "otro lado de la cama", incluso rechazaba sus muestras de cariño. Sólo trataba de evadirme con la televisión, mientras mi cerebro seguí rumiendo las mismas ideas una y otra vez, hasta que saltaba el plomo y volvía a montar otro espectáculo por nada...

Ahora, desde la distancia y con racionalidad, soy capaz de ver lo anormal de todo ello, pero, en aquel entonces, me sobraba todo y todo estaba mal. ¡¡¡Maldito afán de perfeccionismo!!!

Creo que no soy capaz de transmitir en este breve relato de los inicios el sufrimiento vital que me carcomía y, al mismo tiempo, destruía todo lo que había a mi alrededor.

Otros habrán vivido el comienzo de su enfermedad con diferentes manifestaciones, pero, al final, todo se resume en la incapacidad que tenemos para controlar nuestras propias reacciones y nuestra mente, así como la sensación de asfixia que sentimos en nuestro interior, al menos, es lo que yo he vivido, aún vivo como pequeños destellos.

"... and I cry so I can talk like this from downbeat existence... and I know that you can make a wish... if my wish is pure... but I don't know... I just don't know... let me love you so... Now I can't live this without you... I'd die without you.... You're one of God's better people... and you don't know that's why you're special...and I know that you're my only friend..." ("One of God's better people" de Robbie Williams)

lunes, 3 de septiembre de 2007

En el túnel por primera vez...

Al tercer día tras la primera consulta, el mundo se desplomó para mí. Recuerdo como una sencilla gestión burocrática se convirtió en un tremendo Tourmalet para mi cabeza y, en ese momento, sólo tuve fuerzas para recurrir a una desesperada llamada telefónica a mi “otro lado de la cama”.

Como tantas otras veces, su mano volvió a asir fuertemente la mía, pero, minutos después, sentí que no podía más, que era incapaz de contenerme, que se habían roto por completo los últimos hilos que me mantenían, por lo que supliqué a gritos ayuda, supliqué a gritos que me internasen tras aquellas horribles puertas, tal y como había sugerido “mi psiquiatra” en el primer encuentro.

Una llamada a “mi psiquiatra” explicándole mi situación, resumida en expresiones tales como “no puedo más”, “no puedo controlarme”, “no lo aguanto”, “se me está viniendo todo encima”, “necesito que me internéis”, “estoy sufriendo”, y su respuesta: “Te gestionaremos una habitación libre para ingresarte, luego te llamo”.

Minutos de espera en los que tuve que contener las lágrimas de sufrimiento interno, de derrota personal.

Llamada de “mi psiquiatra”: “Prepara una bolsa con tus enseres personales y en una hora vienes a la clínica”.

Regresamos a casa para preparar “esa bolsa”: pijama, neceser, chanclas, ropa interior, unas camisetas, un par de pantalones y, sobre todo, mucho miedo, mucho sufrimiento, mucho descontrol personal. ¡¡¡Ah!! Y una libreta.

Volví a cruzar por segunda vez aquellas horribles puertas, pero sabía que, en esta ocasión, era para quedarme un tiempo en aquella clínica. Sí, una clínica PSIQUIÁTRICA. ¡¡¡Quién me iba a decir a mí hace años que yo estaría en un sitio así!!! ¡¡Cuántas veces había pensado que aquel lugar era para los locos!! Y ahora, yo, iba a estar allí.

Tras el preceptivo trámite del ingreso y palabras tranquilizadoras, me acompañaron a mi habitación. Una vez dentro, me senté en una vieja silla de madera y, al mirar a mi alrededor, las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos por la impotencia, por la rabia, por el sufrimiento, por estar allí dentro.

Una habitación con una cama, dos ventanas con barrotes, un desvencijado escritorio y un baño con un desagüe en el medio. Todo eran medidas de seguridad.

Después la comida, la medicación y una sensación de estar flotando toda la tarde, mientras miraba con lupa al resto de pacientes. En ese instante, todos mis prejuicios se vinieron abajo. Al fin y al cabo todos éramos seres humanos con una enfermedad que nos había ganado.

Sonará extraño, pero me sorprendió la calidez con que me acogieron los demás: jóvenes y mayores. Las típicas preguntas de por qué estás allí, cuántos años tienes, cómo te llamas, a qué te dedicas, etc.

Nuestro punto de encuentro siempre era el “fumadero”, una terraza acristalada donde matábamos los tiempos muertos entre cigarrillos y conversaciones que, aún hoy, me estremecen de lo realmente gratificantes que eran, quizás debido a la situación personal que cada uno atravesábamos.

Todos sufríamos nuestra enfermedad en silencio (unos más que otros), pero en “el fumadero” fui testigo del ánimo que nos infundíamos unos a los otros para sobrellevar aquella estancia, de la que únicamente conocíamos el día de entrada, pero no la fecha de salida.

Cuando me paré a pensar que nuestro nexo era una enfermedad mental, comprendí que ésta no era ni un estigma, sino una enfermedad como otra cualquiera que requería de sus correspondientes cuidados.

Estaba en el túnel por primera vez, pero, por desgracia, adelanto que no sería la última.

"... take a look around... see how hard it is to survive these days... but sometime you wonder.. how long can this keep goin' on... I guess the only thing you do is keep your fingers crossed... how long will we keept this goin' on... when no one takes the blame... there's so many gone... livin' for today, we may not see tomorrow...." ("Keepin' my fingers crossed" de NKOTB)

domingo, 2 de septiembre de 2007

¿Cómo reflejar lo que se siente a cada segundo de la depresión?

Antes de seguir adentrádome en las entrañas de mi enfermedad, sólo quiero decir lo difícil que resulta plasmar por escrito lo que siento a cada segundo que pasa mientras me encuentro inmerso en la misma.

Me gustaría poder hacer un esquema de lo que pasa por mi mente en los momentos más duros, en esos momentos donde la enfermedad me embarga el alma y no puedo contener los pensamientos corriendo entre mis neuronas, para dar una idea aproximada de la lucha que se desata en mi fuero interno.

Ni siquiera en esas horas es sencillo explicarle al psiquiatra con palabras lo que vivo, pero sí pronunciar lo que siento y que siempre se resume en: "No lo aguanto más".

Es como tener un bicho en el coco, devorándote en carne viva.

Es como si ese bicho dirigiese todas mis acciones, todas mis ideas sin poder hacer nada por dominarlo.

Es como si ese bicho fuese David contra Goliat. Y siempre, siempre el efecto de su honda acaba ganando el duelo por goleada.

¡¡¡Qué j***** es esta enfermedad!!! ¡¡¡Qué infranqueable es el muro de la mente!!!

A veces, no sé cómo describir las sensaciones que tengo. Sólo sé que siento un malestar general, pero no puedo detallar los síntomas como en una gripe: fiebre, dolor de garganta, tos seca, cefalea, etc.

Lo único que hago es llorar de impotencia, apretar los puños hasta el dolor, perder la mirada en el blanco del techo, patalear como un bebé, retorcerme de sufrimiento, mientras no hallo explicación que darle a mi "otro lado de la cama" de cómo aliviar esos momentos.

Sé que quienes están al lado de una persona con depresión sufren tanto o quizás más que el propio enfermo ante la impotencia que sienten por no poder hacer más que estar a su lado para evitar cualquier perjuicio en la integridad física de éste y apoyarle con firmeza durante y después de su tratamiento médico.

Quizás allá momentos en que pienses que lo que lees, lo has sentido alguna vez, pero no sé cómo transmitirte la crudeza con que vivo eso, signo inequívoco del abismo que hay entre unas experiencias y otras.

"... Así es la ley, hay un ángel hecho para mí... Y te fallé, te hice daño tantos años yo... Pase por todo sin pisar, te amé sin casi amar... y al final quien me salvo el ángel que quiero yo... De nuevo tú te cuelas en mis huesos, dejándome tu beso junto al corazón... y otra vez tú, abriéndome tus alas, me sacas de las malas rachas de dolor... Cuando estoy fatal, ya no sé qué hacer ni a dónde ir... Me fijo en tí y te siento cerca, pensando en mí... Mi vida cambió... el ángel que quiero yo"... ("Angel" de Robbie Williams -versión en español-)