Durante el internamiento no sólo hubo episodios de oscuridad, sino también secuencias de luz. Una de ellas siempre me dibuja una misteriosa sonrisa enmarcada por el cúmulo de sensaciones que percibo al evocarla.
Todo comenzó cuando se cumplía la primera quincena de mi cautiverio clínico y me hallaba disfrutando de la música en un rincón apartado del “fumadero” durante un “tiempo muerto” previo a la hora de comer. En ese instante, escuché el característico ruido que hacía la puerta de aquella estancia al abrirse y, como un acto reflejo, giré la cabeza hacia allí, vislumbrando la silueta borrosa de dos personas que entraban a aquel lugar tan “nebuloso”. Una de ellas era fácilmente identificable por sus prendas blancas, mientras que, de la otra, llamó rápidamente mi atención su particular estilo de vestir y peinado.
Como si de un espía me tratase, bajé el volumen de la música para poder captar algo de la conversación que mantenían, descubriendo que el A.T.S. le estaba explicando a la otra persona qué era aquel sitio, lo que me llevó a la conclusión de que íbamos a tener nueva compañía. Efectivamente así fue, pues, al percatarse de mi presencia al fondo del “fumadero”, se acercaron a mí y el A.T.S me indicó que la persona que le acompañaba era un nuevo paciente y le estaba enseñando el centro y, de igual modo, nos presentó, si bien me distraje con el tipo de peinado, no atendiendo a lo que me estaban diciendo, teniendo que volver a preguntarle su nombre, pequeño detalle éste que se transformó, con posterioridad, en una curiosa interacción personal.
Pasados unos minutos, este nuevo paciente volvió al “fumadero”, sentándose a mi lado. La curiosidad por su peinado pudo más que mi habitual parquedad verbal, entablándose una conversación que fluía sola, por no decir nada de los cigarrillos que volaban a la vez entre nuestros dedos.
Situación curiosa la que se produjo porque hasta nos quitábamos el turno para hablar, a pesar de habernos conocido momentos antes.
Sonó la campana y nos dirigimos al comedor, donde descubrimos que, por suerte, nos tocaba también compartir mesa, lo que fue propiciando en días posteriores un entendimiento perfecto con constantes duelos dialécticos y más de una sonora carcajada que nos costaban miradas de ésas que matan y alguna que otra seria reprimenda.
Aprovechando ese vacío de humanidad que se producía a la hora de la siesta, me senté al sol del “fumadero” y comencé a reparar en lo opuesta de nuestras personalidades: introversión vs. extroversión, clasicismo vs. progresismo, rigidez vs. flexibilidad, etc.
No sé cuál era el nexo que nos llevaba a buscarnos para charlar o simplemente disfrutar de unas caladas, pero nos convertimos en casi inseparables, pasando a autodenominar aquella amistad como
“Pin y Pon”. Fueron incesantes los momentos del día que compartimos durante mi internamiento, las conversaciones que entablábamos sin cesar, los cigarrillos que fumanos con ansiedad y las anécdotas que engalanaron nuestra amistad.
Recuerdo que, hasta la llegada de “
Pin”, los días eran algo tediosos y duros, apenas había relación con otros pacientes y las horas se llenaban de soledad, sobre todo, los instantes previos a acostarse por la noche, donde los fumadores agotábamos nuestros últimos cigarrillos del día en un silencio no pactado, sólo roto por una petición de fuego o similar. Sin embargo, aquel panorama sufrió un cambio radical desde el ingreso de “
Pin”, aunque, si bien el momento de la siesta invadía la clínica de una paz inusual, la habitual parada en el “fumadero” por las noches se fue transformando, de tal modo que el silencio imperante en sus inicios se vio poco a poco desplazado por nuestras monólogos a dúo, a los que lentamente se fueron uniendo la mayoría de pacientes.
Creo que ansiaba con todo mi alma que llegase el final de la cena para irme a aquel rincón del “fumadero” y observar el baile de sillas a nuestro alrededor improvisando una vez más otra reunión que me alejaba durante esas horas de mi sufrimiento vital. Había pacientes de todas las edades en aquel baile, pero sigo ignorando la razón de que “
Pin” y yo llevásemos siempre la voz cantante de las mismas
¿Y de qué hablábamos? Pues de todo un poco: música, enfermedad, series de dibujos animados, chistes, anécdotas de alguna de las actividades del día, ropa, sociedad, cotilleos internos. No había un guión predeterminado, sino que la conversación saltaba de una boca a otra, llevando de un tema a otro sin más interrupción que la necesidad de nicotina nos provocaba.
En una de esas reuniones nocturnas, “
Pin” y yo decidimos bautizar aquel momento del día como “Crónicas M….”, como guiño al programa televisivo de Javier Sardá, si bien nuestra “M” tenía otro significado que, por razones lógicas, debo obviar.
Con el transcurso de los días, esas tertulias se fueron convirtiendo en un fenómeno social de grandes dimensiones dentro de la propia clínica hasta el extremo de generar la envidia del personal de la misma que, en más de una ocasión, asomaban su cabeza por la puerta del “fumadero” escandalizados, asustados y sorprendidos por las monumentales carcajadas que llegábamos a provocar.
Recuerdo con cierto orgullo como en la reunión de Buenos Días comenzamos a mencionar “Crónicas M…” como si se tratase de una actividad más de la clínica, provocando cierto estupor y sonrisa en el personal que debían pensar que estábamos peor que cuando ingresamos, aunque “mi psiquiatra” reconoció los milagros que esas “Crónicas M….” estaba obrando en muchos de nosotros.
Fueron muchas las veces en que, al tomar la palabra otro paciente en aquellas charlas a la oscuridad de la noche, degustaba un cigarrillo en silencio, mientras observaba a los demás pacientes allí sentados, algunos de los cuales solían siempre permanecer totalmente callados, aunque sus caras brillaban con diferente tonalidad a la del resto del día porque, igual que me sucedía a mí, se podían alejar de sus miedos, dudas, sufrimientos.
“
Pin” y yo pasamos muy buenos momentos, pero cuando mi sufrimiento hizo acto de aparición en una tertulia desmoronándome entre lágrimas, su mano de un modo instintivo soltó el cigarrillo para coger la mía y tratar de alejarme de ese sufrimiento. No sólo “
Pin” estaba allí, hubo otros pacientes que me prestaron sus ánimos, olvidando su propio pesar.
Mientras siguió nuestro internamiento, “
Pin” y yo comprendimos que, aunque nuestras enfermedades eran también opuestas, el malestar que nos generaba era casi similar, pero que su verdadero tratamiento pasaba por la labor del especialista, la medicación y el cambio de chip en nuestras cabezas.
Aquellas conversaciones me permitieron desentrañar aspectos de mi personalidad hasta entonces desconocidos. Me di cuenta que la enfermedad de “
Pin” reglaba toda su vida, pero, a pesar de ello, “Pin” había aprendido a disfrutar de ella de un modo que yo debía descubrir, porque comprendí que los convencionalismos habían regido la mía siempre con el simple hecho de no ser capaz de llevar un peinado tan radical como el suyo por puro miedo al rechazo social.
“
Pin” también tenía sus “descensos al infierno”, en los que intentaba estar a su lado, aunque me resultase complicado entender lo que sucedía en esos momentos dentro de su cabeza.
Como dirían en una boda, lo que une Dios, que no lo deshaga el hombre. Por eso, nuestra amistad permanecerá siempre inquebrantable.
La verdad es curioso lo que da de si un peinado.
Por desgracia, aquella amistad no terminó con mi alta, hubo una segunda parte marcada por episodios muy duros.
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...Long lonelly nights goodbye... there’s nowhere else to hide….all right, trying to make it right... have to say good byd... the fear screams in this place...” (“
Goodbye” de Danny Wood)