MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


sábado, 29 de septiembre de 2007

Capítulo VIII de mi internamiento: la ignorancia

En la primera semana en la clínica, los poderosos tentáculos de mi depresión inclinaron la balanza a su favor, al hacer que me subiese de nuevo al tren del tabaco, hábito que, por desgracia, aún conservo.

No sé si era una victoria cantada, pero los incesantes momentos en el “fumadero” con los demás pacientes, unidos a la infatigable tensión que sentía me hicieron claudicar de mis siete meses de abstinencia tan trabajada. Hubo una mueca de desaprobación por parte de mi “otro lado de la cama”, pero comprendió el alto precio que estaba pagando con el internamiento y sus otras contraindicaciones.

De este modo, me uní a la terna de pacientes que aliviaban parte de su enfermedad a través de la nicotina. Al final, aquel sitio se convirtió en nuestra sala de estar que, tiempo después, se convirtió en la sana envidia del personal de la clínica por razones que ya contaré.

Mi enfermedad estaba desplegando un sistema de juego al que únicamente podía hacer frente siguiendo los sabios consejos de “mi psiquiatra” y los, hasta ese momento, complejos fundamentos que se nos transmitían en las actividades, pero no resulta sencillos ponerlos en práctica de buenas a primeras.

La ignorancia es quizás uno de los rasgos comunes a cualquier tipo de dolencia, por desconocer a lo qué me enfrento, por mucha información que reciba de profesionales, y, sobre todo, por verme inmerso en un mundo que escapa del propio control. Siempre se habla del miedo a lo desconocido y creo que aún más en las enfermedades mentales, dadas las connotaciones peyorativas que siempre se asocian.

Si, además de ese ingrediente, añado a la coctelera las ideas de suicidio y el sufrimiento vital propio, obtengo un batido demoledor como así fue, que me lleva a recordar constantemente algunos de los símiles utilizados por mi “psiquiatra” como el famoso flotador, es decir, los profesionales han de surtir al enfermo, en esa tormenta existencial, de flotadores con los que ayudarle a mantenerse a flote, mientras encuentra sus propios recursos para continuar respirando sin más auxilio que el de sus capacidades y habilidades. Por suerte y por desgracia, uno de esos flotadores es el tratamiento con psicofármacos.

Para alguien tan reacio como yo a la medicación, ese fue un asunto espinoso, más aún cuando tuve en mi mano cada una de las cantidades que conformaban las tres dosis diarias y eso que, en comparación con otros pacientes, no debía tomar casi nada. Sin embargo, otra vez la ignorancia estaba presente, ya que, si bien hice caso a lo dispuesto por “mi psiquiatra” y de sus pertinentes explicaciones, no sabía lo que ingería.

Yo que siempre he sido de letras, las composiciones químicas, determinadas hormonas y similares me sonaban a “Érase una vez el cuerpo humano”. No obstante, recuerdo y nunca olvidaré la famosa “serotonina” conocida como hormona del humor y su enorme influencia sobre el sueño y los estados de ánimo, así como que sus bajos niveles en el ser humano está asociado a estados agresivos, depresivos y de ansiedad. De igual modo, aprendí que mi conducta y la del resto de seres humanos depende en gran medida de la cantidad de luz que nuestro organismo recibe por el día, de tal modo que el incremento de estados de depresión se da durante las estaciones menos soleadas (otoño e invierno). No todo está siendo negativo en mi enfermedad, hasta mis conocimientos se han visto reforzados.

Pero, volviendo a mi internamiento, ninguna lección médica me había preparado para ello, ni para lo que vendría con posterioridad. Era tal la necesidad de despojarme de sufrimiento que hasta me abandoné en mi propio aspecto personal. Abandoné las ganas de comer y cierto coquetismo para refugiarme en ayunos irracionales y bermudas con chanclas. Me daba igual todo, los modos y las formas, porque ellas no llevaban entre sus pliegues mi desazón, mi amargura, mi tristeza, mi sufrimiento.

Creí que el ingreso en la clínica iba a significar una atenuación de mi sufrimiento e, incluso, escépticamente imaginé su más que pronta desaparición, pero craso error. La solución no era el simple ingreso, sino que consistía en un proceso largo, duro y tedioso, no exento de sufrimiento, así como que no existe, en las clínicas psiquiátricas, ningún avance tecnológico que succione el mismo, pues yo era la única máquina que, con los ajustes precisos, tendría que limarlo.

Esa es otra de las grandes decepciones que me llevé. Imaginar que los demás iban a hacer el trabajo que me correspondía. ¿Qué pensaba yo encontrarme tras aquellas horribles puertas? Seguro que había visto demasiadas películas de ciencia-ficción.

Mi único consuelo, si es que había, fue llorar en la soledad de esa habitación hasta lograr conciliar el sueño y pensar que mañana me despertaría de una larga, larga pesadilla, pero lo que vivía era tan real como la humedad de mis mejillas.

Por todo ello, llegué a la errónea conclusión de que ningún profesional iba a contar con la suficiente habilidad para lidiar con mi depresión y acabarían dejándome como un caso perdido. Quizás deseaba eso, pero también deseaba no sufrir más, porque sino mis ideas de suicidio pasarían a engrosar las tristes estadísticas de este país.

“…and it’s been the ruin of many a poor boy… and God I know I’m one… now the only time he’s satisfied is when he’s on a drunk.... Oh mother tell your children... not to do what I have done... spend your lives in sin and misery... in the house of the rising sun.... Well, I got one foot on the platform.. the other foot on the platform... I’m goin’ back to New Orleans... to wear that ball and chain..” (“House of the rising sun” de Animals)

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