MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


sábado, 19 de abril de 2008

Capítulo XXIII de mi “libreta-diario”: PETICIONES y algo más

Mientras seguía leyendo a trancas y barrancas a Víktor Emil Frankl, las actividades del centro pasaron a transformarse en una angustiosa pasarela donde desfilaban una tras otra mis escasas e incompetentes habilidades sociales, lo que iba reforzando la profunda creencia de que soy un ser asocial.

Cada maniquí lucía mi último esperpento de creación surgido de cada sesión terapéutica, devolviéndome un atroz reflejo que sólo hacia seguir sintiéndome aún más torpe, secundario, nulo.

De nuevo, en otra mañana, el guión previsto marcaba PETICIONES. Se comenzó a hablar de la existencia de dos tipos de personas:

1.- Las que siempre piden.

2.- Las que no se atreven a decir que no.

Y cómo no, mi dorsal desde siempre era el número dos. Nunca supe decir no por miedo, por timidez, por no enfadar a los demás, por inseguridad, por complacer, lo que se materializó en ceñidos corsés de los que fui incapaz de desprenderme hasta tal extremo de arrojarme a las fauces de esta enfermedad.

Esas dinámicas relacionadas con la competencia social eran más una fuente de sufrimiento que de apoyo, por cuanto los bocetos garabateados en aquellas hojas exhibían mi más que nefasta colección de patrones sociales, contribuyendo a incrementar mi odio manifiesto a estar “tras aquellas horribles puertas”, a lo que era mi propia persona. ¡Qué duro acabar odiándose a uno mismo!

Sin embargo, diseñar tal sentimiento provenía más de un enorme jirón del pasado en mi atuendo, que de aquella tela de emociones mal hilvanadas en las sesiones.

Por desgracia, debo retrotraerme a la infancia, donde la palabra “no” vivía atenazada por complacer, por evitar enfrentamientos.

Ojalá hubiera tenido el valor suficiente para enhebrar la aguja con el “NO” aquel día y aquel otro, porque no tendría que cargar con este nauseabundo harapo que, desde entonces, me abrasa por completo.

Ojalá todo hubiera sido una horrible pesadilla de las que se esfuman al despertar y, como Cenicienta, disfrutase de un hermoso y pulcro vestido de gala.

Ojalá pudiese descoser aquella siniestra experiencia de mi interior con cada lágrima que me hace brotar, experiencia agazapada en mi oscuridad vital durante todos estos años, mientras silenciosamente ha ido desgastándome puntada a puntada.

Ojalá pudiese dejar de revivir lo que se esconde dentro de mí.

Ojalá pudiese dejar de sentirlo una vez más, y otra, y otra, porque no puedo soportar este manto fantasmal.

Ojalá pudiese dejar de ser un gigante con pies de barro.

Ojalá… ojalá… pudiese remendar esta gran quemadura de mi alma.



"Call you up in the middle of the night... Like a firefly without a light... You were there like a slow torch burning... I was a key that could use a little turning... So tired that I couldn't even sleep... So many secrets I couldn't keep... Promised myself I wouldn't weep... One more promise I couldn't keep... It seems no one can help me now... I'm in too deep... There's no way out... This time I have really led myself astray... Runaway train never going back... Wrong way on a one way track... Seems like I should be getting somewhere... Somehow I'm neither here no there... Can you help me remember how to smile... Make it somehow all seem worthwhile... How on earth did I get so jaded... Life's mystery seems so faded... I can go where no one else can go... I know what no one else knows... Here I am just drownin' in the rain... With a ticket for a runaway train... Everything is cut and dry... Day and night, earth and sky... Somehow I just don't believe it..." ("Runaway train" de Soul Asylum)