MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


sábado, 29 de diciembre de 2007

Deseos para 2008


La cuenta atrás ya ha comenzado.

Se acerca el Nuevo Año y como cada uno que llega, venimos cargados de buenos propósitos, de ilusiones renovadas, de promesas por cumplir.

¿Cuáles son mis deseos para este 2008? Pues, sinceramente, lo que más anhelo es aquello que no se puede comprar:



- Comprensión, tanto de mí para con los demás como viceversa. Por ello, deseo que me comprendan en los momentos en que mis pies siguen el ritmo de la tristeza y el sufrimiento.

- Lealtad con mi familia, mis amigos, con quienes han sabido respetar lo que soy y cómo soy. Por ello, deseo que el calor de sus corazones me sirva siempre como mi mejor refugio.

- Serenidad para las horas de mayor tormento. Por ello, deseo que quienes me rodean sepan tender sus brazos para calmarme en plena tempestad.

- Esperanza con la que mis seres más queridos puedan ayudarme a alcanzar mis objetivos. Por ello, deseo que sus manos me agarren, cuando me sientan desfallecer ante cualquier dificultad, en la búsqueda de esa meta ansiada.

- Oportunidades con las que crear recuerdos de cada experiencia vivida en compañía de mi familia y amistades. Por ello, deseo que existan tantas como segundos tiene este Nuevo Año para disfrutar al lado de todos ellos.

- Sonrisas con las que secar mis propias lágrimas de desolación. Por ello, deseo que la magia, que se desprende del brillo de la de cada uno de mis "tesoros", me reconforte en este duro camino hacia la libertad.

- Entusiasmo con el que construir nuevos proyectos. Por ello, deseo que mi familia y amigos me transmitan el aliento de sus palabras para poder ir cimentando esos pilares en los que apoyar esos objetivos.

-Tolerancia con la que aprender a superar esta rigidez y apatía. Por ello, deseo que mis seres queridos me enseñen a aceptar otras perspectivas de la vida.

- Amor con el que seguir siendo bendecido. Por ello, deseo que cada uno de sus latidos me transmita su más sincero cariño y aprecio.

- Inspiración con la que enfrentarme a cada nuevo reto. Por ello, deseo seguir brindando con esa capacidad para hallar la luz en medio de la oscuridad.

- Generosidad con la que regalar a mi familia y mis amigos todos los momentos posibles para compartir. Por ello, deseo que, por encima de cualquier compromiso, mi simple presencia sirva para agradecer tanto a mis seres queridos.

- Respeto con el que tratar a mi propia persona. Por ello, deseo que mi mente y corazón sean capaces de hacerme merecedor de tal regalo.

Feliz Año 2008 y que nos traiga la suficiente sabiduría con la que apreciar el don de nuestras vidas.



"... and I know the end is near... so I face the final curtain... my friend, I'll say it clear.. I'll state my case of which I'm certain... I've lived a life that's full. I've travelled each and every highway... and more, much more thant this.. I did it my way... I've loved, I've laughed and cried... I've had my fails, my share is boozing... and now as tears subside... I find it all so amusing... to think I did all that... and may I say, not in a shy way... Oh, no, no not me.. I did it my way..." (My way" de Frank Sinatra)

domingo, 23 de diciembre de 2007

Capítulo XVIII de mi "libreta-diario": Reflexiones en el humo.

Quizás resultan incontables mis escapadas a aquel rincón del “fumadero” del centro psiquiátrico, pero allí las tensiones provocadas por mi depresión se disipaban bajo el aroma de un cigarro, bajo el calor del sol, bajo las melodías del MP3, bajo la autoprotección.

En esos momentos de aislamiento personal con las piernas extendidas sobre aquella silla de plástico blanco, mi mente y mi alma iniciaban una peligrosa partida de reflexión.

“... ¿Qué puede llevar a un número creciente de jóvenes como yo, normalmente con una buena posición social, cultural y económica, a quitarse la vida?... Difícil respuesta, ni siquiera yo lo sé, aún en mis particulares circunstancias al borde de este precipicio…


… Imagino que la primera realidad y el primer problema con el que me tropiezo en el mundo es conmigo mismo y, después, con otras personas, con las que me relaciono. Es incuestionable que el ser humano es un ser capaz de las mayores grandezas (desarrollos tecnológicos, obras de arte, etc.) y de las peores vilezas (explotación de otros seres humanos, destrucción del medio ambiente, etc.)...


… Mi historia particular no difiere de la de cualquiera. Es una historia basada en el continuo esfuerzo de superación, en el que se alternan éxitos y fracasos; sin que los primeros hayan saciado definitivamente mi inquietud, aunque los últimos me han desanimado en muchas ocasiones quizás por las expectativas puestas en tantos proyectos…


… Ese es quizás mi mayor error: la insatisfacción. A diferencia del resto del reino animal que se conforman con las capacidades que les ofrece la naturaleza, mi instinto depredador siempre quiere más…


… Aunque mis necesidades vitales (comida, vestido, seguridad) están cubiertas, poseo otras necesidades de las que creo nunca me sentiré totalmente saciado, con independencia de que viva en una sociedad dominada por el materialismo, donde se trabaja para poseer cosas. No, yo no cumplo ese patrón, siempre he considerado que no se me puede encasillar porque el afán de posesión no es mi objetivo…


… Esa insatisfacción forma parte de la obsesión que marca mi enfermedad, de la que únicamente logro liberarme por momentos con la música, pero, por desgracia, esa extraña sensación de bienestar que en esos instantes siento no implica para mí felicidad…


… Como le he dicho a “mi psiquiatra” más de una vez ojalá hubiera nacido sin cerebro, sin capacidad de pensar, de razonar, de cuestionar, pues cuán dolor me hubiera ahorrado. Sin embargo, todos los seres humanos nos caracterizamos por ser inteligentes y, por tanto, no podemos renunciar a comprendernos a nosotros mismos. De ahí, deriva mi incapacidad para ahogar ese deseo de saber el por qué y el para qué de mi existencia, mi necesidad de buscar una respuesta a la cuestión última de mi propia vida…


… Sé que me he construido a mí mismo con mis propias decisiones (amistades, estudios, trabajo, pareja, etc.), pero también sé que he querido tomar las adecuadas. ¿Quién no? Nadie encaja bien las derrotas por mucho que tratemos de negarlo. Ese sentimiento de frustración marca el propio desarrollo de la personalidad humana y, a mí, me ha marcado, aunque mis frustraciones se relacionan más con el no llegar que con el tener…


… Sí, lo sé, me ha tocado vivir en una sociedad empeñada en hacer más feliz la vida de la gente. Con este fin, esta sociedad ha ido suavizando todo lo que molesta, apartando lo que estorba, silenciando gritos, acallando preguntas. Es sorprendente el interés que existe por ocultar el sufrimiento y la muerte…


… Hay que tomar conciencia de que, antes o después, nos toca vivir acontecimientos que presentan la realidad con toda su crudeza. Hay que tomar conciencia de que, presentada esa realidad, las inseguridades y la propia existencia se tambalean. De nuevo, se representa, en nuestra cabeza, la cuestión por cuál es la meta final del caminar...


... En la sociedad actual, eres un proscrito si alzas la voz para dejar aflorar una enfermedad como la depresión, pero, sobre todo, cualquier enfermedad mental. Se te mira como un raro, como un apestado, cuando se supone que vivimos en un estado de bienestar impensable hace años… Lo sé, porque he comprobado el comportamiento de gente muy próxima tratando de ocultar con mil disfraces distintos mi depresión, como si ello implicase que soy una persona enajenada mentalmente, cuando, en la actualidad, cualquier enfermo mental puede llevar una vida más o menos normal con el tratamiento adecuado... No quiero hipócritas que quieran esconderme por vergüenza. No elegí sufrir esta enfermedad, como nadie elige sufrir cualquier otra, pero ya qué debo enfrentarme a ella, hacerlo con dignidad y la cabeza bien alta...


... ¿Cómo se puede ser infeliz teniéndolo casi todo? Pues sencillo, “tener” no es la razón última de la vida de personas como yo... Las raíces de mi depresión se hunden en sucesos que me han generado estrés post traumático y, especialmente, en esa necesidad imperiosa de hallar satisfacción lejos de las meras posesiones, pero cuando alcanzo ese primer regusto de satisfacción siempre surge otra de mayor intensidad, de tal modo que necesito poder vaciarme en aquello que creo, luchar hasta la extenuación en objetivos que están por encima de una remuneración económica, cumplir más allá de un mero papel…


… También sé que, para no vivir continuamente arrodillado, debo encontrar el equilibrio de esa innata insatisfacción personal; debo reprogramar mi vida antes de que esta depresión la siga consumiendo con el apetito feroz con que lo hace…”



…There’s a place in your heart… and I know that it is love and this place could be much… brighter than tomorrow… and if you really try … you’ll find there’s no need to cry… in this place you’ll feel.. there’s no hurt or sorrow... There are ways to get there... if you care enough for the living... make a little space... make a better place... Heal the world... make it a better place... for you and for me... and the entire human race... There are people dying.. If you want to know why there’s a love that cannot lie... love is strong... it only cares for joyful giving... if we try... we shall see...in this bliss... we cannot feel… fear or dread… we stop existing and star living… Then it feels that always… love’s enough for us growing.. so make a better world...” (“Heal the world” de Michael Jackson)



miércoles, 19 de diciembre de 2007

Capítulo XVII de mi “libreta-diario”: El plomo de mi depresión

Por desgracia, entre las cuadrículas de esas hojas garabateadas de fechas, pensamientos, actividades, se recogen también las amargas “CRISIS” que me acompañan en mi depresión, a pesar del ingreso en este centro psiquiátrico, del tratamiento farmacológico, de las terapias psicológicas, del apoyo familiar.

Sí, es verdad. A pesar de lo imprescindibles que son esas barreras de contención para combatir no sólo mi embravecido océano existencial sino cualquier otro, su corriente me ha arrastrado hacia el fondo en más de una ocasión con toda la agonía, la impotencia, la desazón de mi quebrada alma.

Sí, no he dejado de protagonizar “CRISIS” de autodestroducción.

Sí, en mitad de esos remolinos, me he rendido, olvidándome de cualquier idea de alcanzar la superficie para coger suficiente aire con que continuar luchando.

Sí, esas enfurecidas olas de mi depresión, me han llevado a desear dejar de respirar por momentos, en los que la mano de “mi ángel” me ha rescatado a tiempo.

En mi “libreta-diario”, las palabras angustia, ansiedad, tristeza, dolor, rabia, agresividad se repiten una tras otra, ocupando sus respectivas sillas en las ideas de poner fin a tanto sufrimiento interno.

Aunque alrededor pongan mil y un “flotadores”, no ofrecen la seguridad de que no me voy a hundir.

Hundirse una y otra vez es desalentador, totalmente agotador, y aún deseando que llegue al fondo por “el plomo de mi depresión”, siempre se divisa una barca de esperanza de que existe un mañana y la vida da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero con el temor de equivocarse y hoy ser lo todo lo que me queda.



… Y pido, con toda sinceridad, el consuelo de todos aquellos que hemos sufrido los embates de la vida… Y levanto esta copa con dolor para solamente decirte… gracias… porque tú eres el único que no me falla… porque tú eres el único que, teniéndolo todo, preferiste ser nadie… Enséñame a aprender de ti… Y, por favor, buen Rey haz memoria… de los muchos niños que nunca tendrán una Feliz Navidad… Y ten misericordia de todos nosotros… que el mejor regalo que hemos tenido, lo has sido Tú…” (“El tamborilero” de Don Omar)



viernes, 14 de diciembre de 2007

¿Libertad?

El verdadero camino hacia la propia libertad comienza lejos de “aquellas horribles puertas”.

Nunca olvidaré a cada uno de esos ángeles bajados del cielo con sus alas extendidas sobre mí.

Gracias por existir.



"... There's something deep inside of me... There's someone else I've got to be... I just hope you understand... somehow the clothes do not make the man... All we have to do now is take these lies and make them true somehow... All we have to see is that I don't belong to you... and you don't belong to me .... Freedom... I won't let you down... I will not give you up.... You've gotta have some faith in the sound... it's the one good thing that I've got... so please don't give me up..." ("Freedom" de George Michael)

jueves, 29 de noviembre de 2007

Capítulo XVI de mi internamiento: ACTIVIDAD DE PSICOLOGÍA

La rutina diaria se había convertido en mortalmente soporífera, exceptuando nuestras “Crónicas M….” nocturnas. Mi interminable lucha contra la depresión continuaba y continuaba, mientras me invadía la ansiedad por recoger cuanto antes el testigo que originaba aquel trasiego de ingresos y altas de pacientes. Quería salir de los muros de la clínica definitivamente y traspasar la puerta con el papel del visto bueno de “mi psiquiatra”, pero no llegaba y comenzaba a desesperarme por la tardanza de mi salida.

Esa prisión construida por mi cabeza seguía atenazándome, quizás, tal vez, con menos fuerza, pero aún no podía volar como Juan Salvador Gaviota, porque no me había liberado del pesado equipaje que me había obligado a aterrizar en este malecón.

Diariamente ocupaba parte del tiempo en la ardua tarea de realizar el cálculo de los días de ingreso en la clínica, observando con cierta impasibilidad como éstos se incrementaban.

Era jueves, faltaban dos días para cumplir un mes tras “aquellas horribles puertas”. A media mañana, estaba programada actividad con la psicóloga. Otra actividad más que podía convertirse en un cimiento más para mi recuperación o en un nuevo descenso a los infiernos de mi alma.

Entre las anotaciones de mi “libreta-diario”, se recogía lo siguiente: “… TEMA: ¿CÓMO ME VEN/ME VEO?, ¿CÓMO ME VALORO/ME VALORAN?, ¿ME GUSTAN/GUSTO?....”

Dispuestas en dos columnas, aparecían estos términos:

En la primera columna: ACTIVIDAD; FÍSICO; INTELECTO; PERSONALIDAD; SENSIBILIDAD/EMPATÍA; ÁNIMO/ILUSIÓN; HIGIENE/CUIDADO PERSONAL; ECONOMÍA/STATUS; SOCIAL; SALUD.

En la segunda columna: HIPOCRESÍA; AUTOESTIMA; AUTOVALORACIÓN; EGOCENTRISMO; PREJUICIOS; EXPECTATIVAS

“… De nuevo, otro folio en blanco en mis manos, otro tema que no me hacía gracia. Ni me gusto, ni me valoro y los demás me ven como alguien con suma fortaleza, mientras, por dentro, no soy más que restos de columnas derruidas. Mis únicos valores son mi fuerza de voluntad, mi capacidad de aprendizaje y mi silencio…

… He dado la callada por respuesta a mis amistades, les he evitado, les he repudiado por orgullo, al igual que lo hago con mi “otro lado de la cama”…

… Me he devaluado físicamente, abandonando el gimnasio o cualquier otra actividad física. He desperdiciado mi empatía con quienes no debía, perdiendo toda ilusión….

… Vivo entre mis propios prejuicios que marcan la rectitud de mi personalidad, sin más afán de cumplir las expectativas externas que siempre me han impuesto al margen de mis deseos…

… El egocentrismo ha consumido parte de mis pensamientos, con el único objetivo de alcanzar el reconocimiento y la satisfacción laboral que, a su vez, ha provocado la rojez de mi autoestima…

… No me he preocupado por mi salud por esa hipócrita idea de que yo no podía padecer una enfermedad mental teniendo una economía y status social como el que disfruto, pero autovalorarme no se resume en el color del papel moneda…

… Me veo como un ser independiente con un elevado grado de dependencia de los demás, como un ser enormemente susceptible, frágil a los comentarios de quienes me rodean, como un ser agotado, consumido por luchar incesantemente contra unos fantasmas inexistentes, como un ser invadido por oleadas inagotables de tristeza. Una tristeza acomodada en forma de mi propia piel, que no me abandona como el desodorante, y me provoca agresividad, rabia, impotencia, sufrimiento, dolor…

... Lo sabía. Sabía que esta actividad surtiría el efecto contrario al deseado por el especialista.
No, mi ego no se había situado en el top ten, porque así me lo estaba recordando la pequeña humedad que había en mi almohada, debida al sufrimiento de sentirme de nuevo, una vez más como un retal humano que no servía absolutamente para nada más. ¿Cuánto va a durar esta agonía vital?..."




…And in my tour of darkness, she is standing right in front of me, speaking words of wisdom. Let it be... And when the broken hearted people, living in the world agree, there will be an answer... Let it be... And when the night is cloudy... there is still a light that shines on me, shine on until tomorrow... Let it be... Whisper words of wisdom... Let i be... There will be an answer... Let it be...” (“Let it be” de The Beatles)


jueves, 22 de noviembre de 2007

Capítulo XV de mi internamiento: El diagnóstico inicial

“ … Seguía allí dentro, tras aquellas horribles puertas, pensando, medicándome, paseando, de actividad en actividad, luchando, sufriendo, etc…

… Cada charla con “mi psiquiatra” implicaba un auténtico huracán de furia y agresividad por cuanto más él se empeñaba en que me mirase al espejo. No, no quería hacerlo. Deseaba salir de esas cuatro paredes, salir a la calle, retomar mi vida y olvidarme del ingreso, de todo…

… Cuando mi mente se ponía de plantón era experta en el arte de la muleta, pero no me encontraba ante una vaquilla. Todo lo contrario. A cada capotazo, con más energía acometía “mi psiquiatra”…

Todo ello derivó en la matización que un día efectuó sobre mi diagnóstico inicial. En realidad, el correcto era Episodio depresivo grave (F32.2), pero debió suavizar el informe de cara a las posibles consecuencias laborales que ello pudiese traerme…

… En ese instante, recordé la primera vez que acudí a su consulta. Mi estado no tenía nada de leve en aquel entonces, dado el altísimo nivel de riesgo existente a que materializase alguna de mis ideas suicidas. Me negué a alejarme del trabajo, a ingresar, a cualquier acción que significase romper con mis vínculos de vida. Pensaba que morirme era la mejor de las opciones, la que menos sufrimiento me supondría, pues cuanto más quería enfrentarme a los muros que me oprimían, más “ostiazos” me daba…

… Su conceptualización médica tenía pinceladas aún más dramáticas y, como decía “mi psiquiatra”, mi semáforo estaba en rojo, no en ámbar, lo que significaba que todas las alarmas se disparasen…

… A pesar de ello, la negación moraba en mis pensamientos. ¿Yo? Tengo trabajo, familia, casa, pareja, dinero, y ahí me detuve. Me faltaba salud, no física, sino la que más olvidamos, la psicológica…

… No estaba en una clínica psiquiátrica para preparar un papel cinematográfico, ni para estudiar los efectos de un determinado medicamento en los pacientes. Había ingresado por la fractura de mis capacidades, por la pérdida de autocontrol, por las ideas suicidas…

… Después de tres semanas, veía el mundo bajo el mismo prisma, con oscuridad….

¿Qué significa ese diagnóstico en términos médicos?.

Durante un episodio depresivo grave, el enfermo suele presentar una considerable angustia o agitación, a menos que la inhibición sea una característica marcada. Es probable que la pérdida de estimación de sí mismo, los sentimientos de inutilidad o de culpa sean importantes, y el riesgo de suicidio es importante en los casos particularmente graves. Se presupone que los síntomas somáticos están presentes casi siempre durante un episodio depresivo grave.

Pautas para el diagnóstico:

Deben estar presentes los tres síntomas típicos del episodio depresivo leve y moderado, y además por lo menos cuatro de los demás síntomas, los cuales deben ser de intensidad grave. Sin embargo, si están presentes síntomas importantes como la agitación o la inhibición psicomotrices, el enfermo puede estar poco dispuesto o ser incapaz de describir muchos síntomas con detalle. En estos casos está justificada una evaluación global de la gravedad del episodio. El episodio depresivo debe durar normalmente al menos dos semanas, pero si los síntomas son particularmente graves y de inicio muy rápido puede estar justificado hacer el diagnóstico con una duración menor de dos semanas.

Durante un episodio depresivo grave no es probable que el enfermo sea capaz de continuar con su actividad laboral, social o doméstica más allá de un grado muy limitado.

Incluye:

Episodios depresivos aislados de depresión agitada.
Melancolía.
Depresión vital sin síntomas psicóticos

Lo que me estaba ocurriendo era algo muy, muy grave... y debía estar tras aquellas horribles puertas... por mi bienestar...

"… ‘Cause it’s a bittersweet symphony, this life... trying to make ends meet... You’re a slave to money then you die... I’ll take you down the only road I’ve ever been down... You know the one that takes you to the places where all the veins meet yeah ... no change, no change... I can’t change, I can’t change... but I’m here in my mind... I am here in my mind... But I’m a million different people from one day to the next... I canot change my mind... no, no, no, no..." (“Bittersweet symphony” de The Verve)

sábado, 17 de noviembre de 2007

Capítulo XIV de mi internamiento: HABILIDADES SOCIALES

Me he servido de una herramienta fundamental: mi “libreta-diario” para reparar este pequeño socavón en mi ánimo. La lectura de algunos pasajes de mi internamiento en la clínica psiquiátrica me ha descubierto cada poso educativo de las actividades allí realizadas.

En la curación de una enfermedad mental, además de los fármacos, es fundamental el aprendizaje de un nuevo estilo de vivir o, como yo lo llamo, una reprogramación de mis costumbres a fin de cambiar la dirección en la que iba. Por eso, cuando algo falla, hay que tirar del manual de uso y, entre las páginas de mi “libreta-diario”, se recogen los postulados básicos de esa enseñanza impartida por el complejo entramado de especialistas con los que tuve que “trabajar” durante mi ingreso.

Tras aquellas horribles puertas, la labor fundamental va en dos vertientes: lograr la recuperación de un paciente o alcanzar un nivel óptimo de vida del mismo, por lo que la vía elegida partía de los contenidos transmitidos en las actividades, las cuales no consistían en un sermón sobre lo divino y humano, sino que implicaban una asunción de nuevos conceptos a través de imaginativas sesiones donde se daba rienda suelta, en muchas ocasiones, a la capacidad creativa de cada uno. No obstante, a veces debía enfrentarme a una hoja repleta de cuestiones de lo más diversas, pero siempre enfocadas hacia el crecimiento personal, la autoestima, etc., aunque no se consiguiese siempre la finalidad última.

Una de estas actividades versaba sobre las HABILIDADES SOCIALES. Así que, durante este reciente descenso a los infiernos, me detuve en las anotaciones que realicé con ocasión de una concreta sesión de esta actividad. Aquel día se plantearon una serie de preguntas relativas a las habilidades sociales, las cuales, para no perder la costumbre, me presté rápidamente a recoger en mi “libreta-diario”. Ese día debía responder a lo siguiente:

1.- ¿Cómo te sientes al llegar a un grupo?

2.- ¿Cuál es tu mejor capacidad profesional?

3.- ¿Cómo quieres que te vean los demás?

4.- ¿Cómo estás en este momento? o en este momento, sería…

5.- ¿Qué consideras un buen jefe?

6.- En el peor de los casos, cuando salgo lo hago con…

Seguro que alguna más se quedó en el tintero, pero todas iban en la misma línea. Tampoco tengo las respuestas que di, pues ni siquiera me molestaba nunca en transcribirlas, además de que el cuestionario siempre se lo quedaba el especialista.

De todas formas, volviendo a recurrir a mi “libreta-diario”, he tenido a mi disposición el efecto devastador que provocó en mi mente el contenido de aquel folio:

… A pesar de los pensamientos irracionales que me provoca la depresión, sólo soy capaz de hilvanar una idea sólida y congruente: lo odiosas que me resultan las relaciones sociales y las dificultades que siempre me suponen éstas, sintiéndome un ser totalmente frágil ante los demás…”

“… La soledad ha marcado todos los ámbitos de mi vida, convirtiéndome en una marioneta a su interés…”

… Nunca me he caracterizado por ser una persona extrovertida, ni graciosa, ni tampoco fui popular, ni siquiera mi belleza era destacable. Siempre recordaré mi primera espina en las relaciones humanas encarnada en la crueldad infantil de aquellos compañeros de parvulario que me observaban como un extraterrestre y se mofaban porque a mis casi cuatro añitos era capaz de leer el periódico…”

… Apenas guardo imágenes de aquella época, no logró trazar ningún boceto más de esos años, quizás, tal vez, porque ahí ya empezaba a experimentar esa sensación del olvido humano que, con el transcurso del tiempo, se fue acrecentando de tal manera que se convirtió en familiar…”

… ¿De verdad tengo habilidades sociales?... ¿soy capaz de interaccionar con los demás?... ¿o simplemente mi condena es vivir de espaldas al mundo?...”

“… Ahora me pregunto en cuáles serían las respuestas que darían mi familia, mis amigos, el resto del mundo ante esas interpelaciones…

Ignoro el opaco efecto que ese listado guarda para mí ....

“… Acompáñame al misterio de no hacernos compañía… acompáñame a estar solo… acompáñame al silencio de charlar sin las palabras… a saber que estás ahí y yo a tu lado… acompáñame a lo absurdo de abrazarnos sin contacto… tú en tu sitio, yo en el mío… como un ángel de la guarda… acompáñame a estar solo… para calibrar mis miedos… para envenenar poco a poco mis recuerdos… para quererme un poquito… para desintoxicarme del pasado… Acompáñame a estar solo…”(“Acompáñame a estar solo” de Ricardo Arjona)


miércoles, 31 de octubre de 2007

“Basado en hechos reales”

Hasta ahora, mi historia en primera persona se escribe con ecos de un pasado no demasiado lejano, “basado en hechos reales”. Esa “agenda personal” no deja de plasmar la serie de capítulos protagonizados a causa de mi depresión, que arranca y prosigue a través de mi propia vivencia de esta enfermedad en su máxima expresión.

Hoy no puedo pasar una página ya escrita de mi “libreta-diario” porque debo buscar el amparo de un nuevo folio, también “basado en hechos reales”, tan reales como las horas que comprenden estos últimos días, que llevan un ritmo ralentizado por el imparable hundimiento del ánimo que estoy sufriendo en carne viva, al mismo tiempo que tecleo estas palabras, recordando lo dicho hace tiempo sobre lo largo y tortuoso que es este camino.

Ahora siento como esos “fantasmas del pasado echan su aliento en mi nuca y las cosas más podridas que nunca”, tal y como declara Nach Scratch en la letra de su canción “Basado en hechos reales”.

Ahora, sí, por desgracia, vuelvo a arrastrar esa plomiza tristeza que creía abandonada. Ahora, sí, la humedad invade mi miopía una vez más. Ahora, sí, las sábanas me atrapan entres sus pliegues de nuevo.

Todos los protagonistas de mi depresión han irrumpido sin avisar en la atmósfera por no sé qué vez (ya perdí la cuenta hace tiempo). Vienen dispuestos a representar otra de sus más dantescas funciones, originando en mi interior un ciclón con aciagos recuerdos. Ni piden permiso para entrar, ni siquiera preguntan si están invitados, sólo hacen uso de su habilidad innata para abrir de par en par las puertas de mi alma y dejarme en el más absoluto de los silencios. No les importa el momento, si tengo una entrada, si deseo asistir, sólo quieren subirse a las tablas de nuevo, sin incumbirles el sufrimiento que su aparición me provoca. Y una vez encima del escenario, sólo juegan con la iluminación hasta avocarme a una nueva desesperación existencial en la que ellos encuentran el mejor reconocimiento a su obra.

Sí, mi autoestima reposa en el cubo de la basura. Sí, mis entrañas se retuercen de dolor. Sí, estoy otra vez en medio del fango. Sí, “intento salir de esta vida puta, esforzándome por combatirla y nada cambia”. Sí, “alma de vagabundo”. Sí, ideas suicidas, pero no ha sido una sola, ni dos.

¿Por qué me toca padecer así? Intento tomar el mando de esa obra y sustituir a los actores. Hago un nuevo casting para el guión que desarrollé “tras aquellas horribles puertas”. ¿Cuánto durará esto?, ¿cuántos castings tendré que realizar?, ¿cuándo seré capaz de sacar a la luz mi vida?

Me giro hacia mi “otro lado de la cama”, le suplico, le ruego, mientras me viste de caricias, de palabras de aliento. Sin embargo, yo estoy sin aliento, sin capacidad para emitir algo más que un leve gemido.

Bajo esta oscuridad, se hace realmente costoso escribir una línea más que no se empañe. Me esfuerzo en dejar mi mente en blanco, pero sólo hay negrura. ¿Se me han fundido los plomos para siempre? ¿Viviré siempre así?

“…Y estas son las cosas que suceden en mi piel. Los días son breves, ya lo sé. La vida sin querer. Y esta es la vida que me tocó conocer. Las noches son tristes, ya lo sé. La realidad me puede y no sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?...” (“Basado en hechos reales” de Nach Scratch)


martes, 23 de octubre de 2007

Capítulo XIII de mi internamiento: “Psicoeducación”

Dentro de las actividades de la clínica, cada jueves se desarrollaba una llamada “Psicoeducación” a cargo casi siempre de “mi psiquiatra”.

Bueno, pues allí nos tenías, a mitad de la mañana, a todos los pacientes alrededor de la gran mesa presidida por “mi psiquiatra”, algunos con cara de “otra vez el mismo rollo”, otros con la mirada perdida y alguno, como mi caso, expectante ante una actividad desconocida. Como siempre, mi “libreta-diario” abierta por su página correspondiente y mi bolígrafo en la mano listo para otra nueva misión. Eso sí, notaba ese nerviosismo innato en mí por conocer de qué iba aquella actividad. Pensaba que sería un monólogo de términos médicos, de palabrería técnica, de contenido inservible para mi enfermedad.

Por supuesto, seguía padeciendo esa merma de capacidades intelectuales motivada por la medicación y, sobre todo, por la depresión, pero tenía a mi lado, como firme bastón, mi libreta. La verdad no sé cuánto le debo a esa libreta por recordarme silenciosamente lo vivido y aprendido tras aquellas horribles puertas.

Volviendo a la actividad citada, “mi psiquiatra” inició su discurso que, para mi sorpresa, resultó sumamente atractivo y, sobre todo, útil. No es por hacerle la pelota a “mi psiquiatra”, pero he de quitarme una y mil veces el sombrero ante su profesionalidad, mirando siempre por el bienestar de sus pacientes, detalle éste muy significativo en la sociedad en la que vivimos, donde las necesidades humanas parecen haber pasado a un segundo plano. Sin embargo, “mi psiquiatra” demostró y sigue demostrando que lo primordial es ayudar al paciente y él realmente sabe cómo hacerlo.

Ese día se tocaron dos temas de vital importancia, a mi entender, para la estabilidad o mejoría de cualquier enfermo mental: RECAÍDAS Y TRATAMIENTO FARMACOLÓGICO.

Las anotaciones hechas en mi “libreta” de las palabras de “mi psiquiatra” son breves, pero tremendamente ilustrativas de los aspectos comunes a estas enfermedades:
1.- RECAÍDAS: detección precoz de síntomas. Solicitar ayuda. No temer a la recaída y pensar que puede solucionarse por uno mismo.
- Puede suceder una vez o más.
- Recaídas siempre de la misma manera y con igual sintomatología.
- Siempre uno mismo es el último en darse cuenta de que está mal.
- Enseñar síntomas de alerta temprana antes de llegar al extremo y poner límites: avisar al médico, etc.
- Consecuencias: Adiestramiento automático – NO ESPERAR.

2.- PASTILLAS.- El tratamiento con pastillas tiene dos finalidades: evitar que te pongas mal y sacar del mal.
NO SOLO LAS PASTILLAS, SINO QUE TAMBIÉN HAY UNA SUMA DE FACTORES COMO PSICÓLOGO, PSIQUIATRA, TRABAJADOR SOCIAL, TERAPEUTA OCUPACIONAL PARA AYUDAR A COGER RITMO DE VIDA CON EL FIN DE HACER LAS COSAS BIEN Y NO RECAER.

Parecen apuntes de facultad o, incluso, alguien pensará que es irrisorio tomar notas en una situación como la mía, pero con el tiempo comprendes que no es lo mismo haber escuchado todas estas recomendaciones y quedarte con alguna suelta, a tenerlas bien recogidas por escrito, porque, al fin y al cabo, la memoria es frágil en ocasiones y se nos olvidan muchas cosas importantes.

Al menos, en mi enfermedad, cuento con esta ayudita extra de mi “libreta” con la que poder rememorar todos los consejos del especialista y aferrarme a ellos con todas mis fuerzas, ya que en el momento en que opté por llevarlos a cabo, cambiaron muchas cosas a mi alrededor, aunque reconozco que tardé mucho tiempo en ponerlos en marcha. Vuelvo a reiterar la incapacidad de controlar mis actos bajo esta enfermedad. Todo estaba mediatizado por ella. Su veneno es, en ocasiones, mortal, pero tener la oportunidad de ser tratado por un PSIQUIATRA COMO LA COPA DE UN PINO, realista hasta decir basta y humano hasta límites insospechados, AYUDA EN UNA ENFERMEDAD COMO MI DEPRESIÓN.

Reitero el peso específico que, en cualquier tratamiento de una enfermedad mental, tiene la aceptación del testigo que el especialista te entrega con sus consejos. A veces no es malo hacerle caso, lo digo por propia experiencia.

Aquella charla, lejos de cualquier tipo de demagogia, dejó un fuerte poso en mí, de tal forma que comprendí que mi depresión u otra enfermedad mental no se termina cuando dejas de tomar la última pastilla, hay que estar siempre alerta porque puede regresar en algún momento, aunque en muchos casos no vuelva a aparecer en la vida.

Una vez que te sientas en la orilla y reconoces los vientos que te pueden hacer zozobrar de nuevo, estás en plena disposición de ponerle coto a cualquier tipo de huracán interno y, sobre todo, has asumido que sabes cuándo estás mal de verdad.

Alcanzar una recuperación total o una mejora en las condiciones de vida de un enfermo mental requiere movilizar al frente todas tus capacidades y luchar por reorientar tu forma de enfrentarte al mundo, reorganizar tu agenda personal y aprender a caminar de nuevo con paso firme con todas las pautas profesionales que te han dado previamente.

Sin embargo, hasta llegar a ese punto pasa tiempo, mucho tiempo, en el que la balanza se ve desequilibrada en muchas ocasiones por las sombrías ideas que es capaz de generar la mente cuando uno está realmente mal.

“…Trato de entender cuál es mi identidad… sin pedir una ayuda, sin pedir una mano… Grito en vano… nadie me responderá… Aunque coma pan con algo de maldad, no será un buen motivo para ser un bandido… Los golpes enseñan, sirve para crecer… no sucumbiré… No aconsejo a nadie la agresividad… No le pido a la vida nada en especial…” (“Calma y sangre fría” de Luca Dirisio)

martes, 16 de octubre de 2007

Capítulo XII de mi “libreta-diario”

Era el comienzo de otra vuelta en la montaña rusa y, por desgracia, tocaba un gran descenso a los infiernos.

“… Mi valía como persona está rota y me siento como un cero a la izquierda en esta vida, que intenta recuperar la existencia perdida en el trabajo…

... Vivo por las expectativas externas, no porque yo quiera hacerlo. No quiero vivir más, no quiero seguir arrastrándome así. No lo puedo soportar…

… Durante muchos años, me he tragado esta impotencia, esta amargura y creo que el único modo de apagar ese fuego es acabar con mi vida para no seguir sufriendo con esta brutalidad…

… He pasado llorando y llorando infinitas horas en soledad por ver mi persona hundida y no poder salir de esta sensación, mientras no dejaba, ni dejo de sentirme como un ESPUTO HUMANO. Difícil describir cómo es esa sensación…

… Odio y no soporto este sufrimiento provocado por acontecimientos tan grises, algunos de los cuales no he sabido resolver por mis propios medios como hasta ahora, como todos creían que era capaz y, en este momento, me he transformado en un FRACASO HUMANO donde las consecuencias las hemos pagado quienes menos os merecemos, teniendo que recurrir a la “ultima ratio”: la ayuda profesional, algo que aún me cuesta asimilar como es el hecho de que me ayuden en vez de ayudar. Menudo sentimiento de frustración personal tengo…

… Sé que no puedo cambiar nada del pasado, pero no puedo evitar pensar en ello, dada la huella que ha dejado en mi persona, dada la manera en que me ha marcado de por vida…

… Cuántas veces he necesitado gritar mi rabia, pero no he podido por anteponer los problemas de los demás a los míos propios o por no saber hacerlo, hasta que finalmente he explotado con una agresividad física y verbal tan espantosa como un patético ejemplo de pagar mis propias frustraciones contenidas con quien no debía por no saber achicar agua poco a poco y deshacerme de tantos sufrimientos….

… ¿Merezco acaso vivir?...”

Cuando la oscuridad se cierne sobre mis pensamientos en la clínica, lloro hasta decir basta y debo acudir al personal de la misma para que me lleven a la llamada “zona V.I.P” (planta donde se encuentran ingresados los pacientes en situaciones críticas). Allí me siento con un cigarrillo entre las manos delante de la televisión y cerca, demasiado cerca algún auxiliar o A.T.S pegado a mí como una lapa, no vaya a ser que me de por lanzarme contra el cristal de una ventana o empezar a arrojar objetos por aquel lugar. En los descensos al infierno, resulta muy difícil autocontrolarte porque las peores ideas están constantemente llamando a la puerta.

“… Sorry, it’s all that you can’t say… years gone by and still… words don’t come easily… like sorry, like sorry…. Forgive me, it’s all that you can’t say... years gone by and still... words don’t come easily... like forgive me, forgive me... but you can say baby... Baby, can I hold you tonight?... Maybe if I told you the right words... at the right time... you’d be mine...” (“Baby, can I hold you?” de Tracy Chapman)

domingo, 14 de octubre de 2007

Capítulo XI de mi internamiento: “Juan Salvador Gaviota”, un consejo de “mi psiquiatra”

A pesar de la entrada en escena de “Pin”, mi depresión seguía su trámite devastador. Ni siquiera la medicación pautada lograba reducir el constante bombardeo de ideas obsesivas, lo que implicaba casi a diario que “mi psiquiatra” se viera expuesto a mi abanico de preguntas existenciales.

Con el lógico criterio de la experiencia, “mi psiquiatra”, sabedor y consciente de que esas respuestas se hallaban en mí, me recomendó la lectura de dos libros: “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach y “El hombre en busca de sentido” de Victor Emil Frankl, pues sólo debía sentarme a reflexionar sobre el contenido de aquellas páginas para llegar a lo que buscaba.

Como siempre, sólo tenía dos posibilidades: aceptar o rechazar la recomendación médica. En este caso, opté por lo primero y fue un acierto, ya que, con posterioridad, descubrí que el segundo gol que se le puede marcar a una enfermedad mental reside en aferrarse a esas ofertas en forma de consejos que siempre da el especialista médico.

Por tanto, encomendé la laboriosa misión de adquirir los citados ejemplares a mi “otro lado de la cama” que, presto y solicito como en tantas otras situaciones durante mi enfermedad, llevó a cabo.

Dio así comienzo otra nueva etapa de mi depresión, invadida por un inicial escepticismo ante la creencia de que aquellos textos no iban a servir para nada, salvo para un lavado de cerebro. Otra falsa idea provocada por el influjo de mi enfermedad.

La lectura de las dos obras no resultó sencilla. Uno, porque no tenía mucha predisposición para ello y dos, por mis dificultades de concentración. No obstante, solía refugiarme en alguno de ellos cuando necesitaba dejar de pensar, aunque los mismos obrasen el efecto contrario, pero, con tiempo y esfuerzo, logré concluir “Juan Salvador Gaviota”.

De primeras no llegué a ningún tipo de motivación tras leerlo. Me quedó un regustillo amargo, en cierta manera, porque yo me identificaba con Juan Salvador Gaviota: ambos no éramos fáciles de conformar con lo establecido en nuestra vida de antemano. Él luchó contra la adversidad de su destino, conocedor de ser diferente al resto de gaviotas por querer ampliar sus horizontes, experimentar cuáles eran sus límites, aunque dejase de ser aceptado por los demás. Vivir eternamente con la duda de lo que pudo ser supuso el acicate bastante para arriesgar y llegar a conocerse.

Sí, me sentía diferente como Juan Salvador Gaviota. Sí, me había alejado de las pautas marcadas como Juan Salvador Gaviota. Sí, me interesaba exprimir mis límites como Juan Salvador Gaviota. Sí, quería sentirme útil en la vida como Juan Salvador Gaviota. Sin embargo, algo desafinaba dentro de mí, haciéndome chirriar de dolor hasta decir basta.

A los pocos días, “mi psiquiatra” me preguntó sobre el libro y mis conclusiones. Le transmití lo que percibía en ese momento. Nada profundo, ni meditado. Envidiaba a Juan Salvador Gaviota, pero no quería mostrárselo a “mi psiquiatra”. Me avergonzaba ese halo de fracaso existente en mi atmósfera. No podía soportarlo. Yo había sido como Juan Salvador Gaviota. Yo había escapado una y otra vez de las reglas de mi propia manada. Yo había escuchado las críticas, incluso había fantaseado con abandonar mis propias ideas y seguir dentro de la masa. Yo había intentado aprender los misterios del vuelo. Yo había tropezado también. Yo, finalmente, me había convertido en basura, ni siquiera digna de reciclar.

La realidad es que mi depresión sesgaba cualquier razonamiento, empañándolo. Era como mirar mi vida sin graduar las gafas.

De todas formas, Juan Salvador Gaviota me había dado alguna remota esperanza, sobre todo, me hacía replantearme la posibilidad de que yo tenía sitio en este mundo, de que yo podía aportar algo, pero seguía desconociendo el qué y cómo.

En mis condiciones psicológicas, reflexionar sobre el mensaje de Juan Salvador Gaviota requirió su tiempo hasta ser capaz de asimilar lo que iba encontrando a medida que profundizaba en mi alma.

“… There’s an angel on a ribbon… hanging from the armoire door… there’s a baby angel drummer… his eyes are open wide… and two more tiny cherub… on the mantle side by side… Too many angels.. have seen me crying… Too many angels… have heard you lying… Bring the morning on... voices sing of day.... I want this darkness gone....” (“Too many angels” de Jackson Browne)


sábado, 13 de octubre de 2007

Capítulo X de mi internamiento: Un peinado, un recuerdo con historia

Durante el internamiento no sólo hubo episodios de oscuridad, sino también secuencias de luz. Una de ellas siempre me dibuja una misteriosa sonrisa enmarcada por el cúmulo de sensaciones que percibo al evocarla.

Todo comenzó cuando se cumplía la primera quincena de mi cautiverio clínico y me hallaba disfrutando de la música en un rincón apartado del “fumadero” durante un “tiempo muerto” previo a la hora de comer. En ese instante, escuché el característico ruido que hacía la puerta de aquella estancia al abrirse y, como un acto reflejo, giré la cabeza hacia allí, vislumbrando la silueta borrosa de dos personas que entraban a aquel lugar tan “nebuloso”. Una de ellas era fácilmente identificable por sus prendas blancas, mientras que, de la otra, llamó rápidamente mi atención su particular estilo de vestir y peinado.

Como si de un espía me tratase, bajé el volumen de la música para poder captar algo de la conversación que mantenían, descubriendo que el A.T.S. le estaba explicando a la otra persona qué era aquel sitio, lo que me llevó a la conclusión de que íbamos a tener nueva compañía. Efectivamente así fue, pues, al percatarse de mi presencia al fondo del “fumadero”, se acercaron a mí y el A.T.S me indicó que la persona que le acompañaba era un nuevo paciente y le estaba enseñando el centro y, de igual modo, nos presentó, si bien me distraje con el tipo de peinado, no atendiendo a lo que me estaban diciendo, teniendo que volver a preguntarle su nombre, pequeño detalle éste que se transformó, con posterioridad, en una curiosa interacción personal.

Pasados unos minutos, este nuevo paciente volvió al “fumadero”, sentándose a mi lado. La curiosidad por su peinado pudo más que mi habitual parquedad verbal, entablándose una conversación que fluía sola, por no decir nada de los cigarrillos que volaban a la vez entre nuestros dedos.

Situación curiosa la que se produjo porque hasta nos quitábamos el turno para hablar, a pesar de habernos conocido momentos antes.

Sonó la campana y nos dirigimos al comedor, donde descubrimos que, por suerte, nos tocaba también compartir mesa, lo que fue propiciando en días posteriores un entendimiento perfecto con constantes duelos dialécticos y más de una sonora carcajada que nos costaban miradas de ésas que matan y alguna que otra seria reprimenda.

Aprovechando ese vacío de humanidad que se producía a la hora de la siesta, me senté al sol del “fumadero” y comencé a reparar en lo opuesta de nuestras personalidades: introversión vs. extroversión, clasicismo vs. progresismo, rigidez vs. flexibilidad, etc.

No sé cuál era el nexo que nos llevaba a buscarnos para charlar o simplemente disfrutar de unas caladas, pero nos convertimos en casi inseparables, pasando a autodenominar aquella amistad como Pin y Pon. Fueron incesantes los momentos del día que compartimos durante mi internamiento, las conversaciones que entablábamos sin cesar, los cigarrillos que fumanos con ansiedad y las anécdotas que engalanaron nuestra amistad.

Recuerdo que, hasta la llegada de “Pin”, los días eran algo tediosos y duros, apenas había relación con otros pacientes y las horas se llenaban de soledad, sobre todo, los instantes previos a acostarse por la noche, donde los fumadores agotábamos nuestros últimos cigarrillos del día en un silencio no pactado, sólo roto por una petición de fuego o similar. Sin embargo, aquel panorama sufrió un cambio radical desde el ingreso de “Pin”, aunque, si bien el momento de la siesta invadía la clínica de una paz inusual, la habitual parada en el “fumadero” por las noches se fue transformando, de tal modo que el silencio imperante en sus inicios se vio poco a poco desplazado por nuestras monólogos a dúo, a los que lentamente se fueron uniendo la mayoría de pacientes.

Creo que ansiaba con todo mi alma que llegase el final de la cena para irme a aquel rincón del “fumadero” y observar el baile de sillas a nuestro alrededor improvisando una vez más otra reunión que me alejaba durante esas horas de mi sufrimiento vital. Había pacientes de todas las edades en aquel baile, pero sigo ignorando la razón de que “Pin” y yo llevásemos siempre la voz cantante de las mismas

¿Y de qué hablábamos? Pues de todo un poco: música, enfermedad, series de dibujos animados, chistes, anécdotas de alguna de las actividades del día, ropa, sociedad, cotilleos internos. No había un guión predeterminado, sino que la conversación saltaba de una boca a otra, llevando de un tema a otro sin más interrupción que la necesidad de nicotina nos provocaba.

En una de esas reuniones nocturnas, “Pin” y yo decidimos bautizar aquel momento del día como “Crónicas M….”, como guiño al programa televisivo de Javier Sardá, si bien nuestra “M” tenía otro significado que, por razones lógicas, debo obviar.

Con el transcurso de los días, esas tertulias se fueron convirtiendo en un fenómeno social de grandes dimensiones dentro de la propia clínica hasta el extremo de generar la envidia del personal de la misma que, en más de una ocasión, asomaban su cabeza por la puerta del “fumadero” escandalizados, asustados y sorprendidos por las monumentales carcajadas que llegábamos a provocar.

Recuerdo con cierto orgullo como en la reunión de Buenos Días comenzamos a mencionar “Crónicas M…” como si se tratase de una actividad más de la clínica, provocando cierto estupor y sonrisa en el personal que debían pensar que estábamos peor que cuando ingresamos, aunque “mi psiquiatra” reconoció los milagros que esas “Crónicas M….” estaba obrando en muchos de nosotros.

Fueron muchas las veces en que, al tomar la palabra otro paciente en aquellas charlas a la oscuridad de la noche, degustaba un cigarrillo en silencio, mientras observaba a los demás pacientes allí sentados, algunos de los cuales solían siempre permanecer totalmente callados, aunque sus caras brillaban con diferente tonalidad a la del resto del día porque, igual que me sucedía a mí, se podían alejar de sus miedos, dudas, sufrimientos.

Pin” y yo pasamos muy buenos momentos, pero cuando mi sufrimiento hizo acto de aparición en una tertulia desmoronándome entre lágrimas, su mano de un modo instintivo soltó el cigarrillo para coger la mía y tratar de alejarme de ese sufrimiento. No sólo “Pin” estaba allí, hubo otros pacientes que me prestaron sus ánimos, olvidando su propio pesar.

Mientras siguió nuestro internamiento, “Pin” y yo comprendimos que, aunque nuestras enfermedades eran también opuestas, el malestar que nos generaba era casi similar, pero que su verdadero tratamiento pasaba por la labor del especialista, la medicación y el cambio de chip en nuestras cabezas.

Aquellas conversaciones me permitieron desentrañar aspectos de mi personalidad hasta entonces desconocidos. Me di cuenta que la enfermedad de “Pin” reglaba toda su vida, pero, a pesar de ello, “Pin” había aprendido a disfrutar de ella de un modo que yo debía descubrir, porque comprendí que los convencionalismos habían regido la mía siempre con el simple hecho de no ser capaz de llevar un peinado tan radical como el suyo por puro miedo al rechazo social.

Pin” también tenía sus “descensos al infierno”, en los que intentaba estar a su lado, aunque me resultase complicado entender lo que sucedía en esos momentos dentro de su cabeza.

Como dirían en una boda, lo que une Dios, que no lo deshaga el hombre. Por eso, nuestra amistad permanecerá siempre inquebrantable.

La verdad es curioso lo que da de si un peinado.

Por desgracia, aquella amistad no terminó con mi alta, hubo una segunda parte marcada por episodios muy duros.

"...Long lonelly nights goodbye... there’s nowhere else to hide….all right, trying to make it right... have to say good byd... the fear screams in this place...” (“Goodbye” de Danny Wood)

domingo, 7 de octubre de 2007

Capítulo IX de mi “libreta-diario”

Es increíble como en este lugar son capaces de hacerte emprender un viaje a lo más hondo de tu alma y también hacerte mirar cara a cara tanta colección de amargos recuerdos.

Eso sí, de uno en uno, porque ese encuentro provoca igualmente sus consabidos desencuentros y mi mente aún carece de las fuerzas necesarias para absorberlos con el peligro de desprendimientos del ánimo mucho más intensos de los que ya vivo.

“… Hace mucho tiempo comprobé como alguien, por encima de todo, fue capaz de jugar la mejor baza que puede emplearse contra otro ser humano: la debilidad. Estar en el momento y lugar adecuados le sirvió a alguien para aprovecharse de mi debilidad humana y llegar a destruirme totalmente como persona…

… Reconozco el valor que las promesas tienen para mí, ya que implican un compromiso que transmite seguridad y confianza en la otra persona, pero además reconozco la intrínseca relación entre hechos y promesas: Las palabras se las lleva el viento, pero los hechos quedan reflejados en acciones. Más de una vez he escuchado algo que viene a decir que si quieres conocer a alguien, debes fijarte en cómo se comporta con los demás, no en lo que les dice…

… Una promesa incumplida me produce una gran frustración, inseguridad y la sensación de sentirme un cero a la izquierda, siempre que exista una justificación lógica a ese incumplimiento…

… La cuestión es descubrir que no hay defensa posible ante un comportamiento así, descubrir que la única razón que hallas es su sentimiento de inferioridad hacia mi persona y, por tanto, un ansia tremendo por humillarme del modo más ruin que puede llevar a cabo el ser humano...

… Construir un castillo de mentiras suele tener como resultado que una simple ráfaga de aire lo derriba y, en ese momento, la verdad sale a flote, pero, para entonces, mi persona estaba ya muy devaluada…

… Traté de mitigar el dolor de sentirme como una mierda focalizando el mismo en el trabajo y, como consecuencia de ello, de no molestar a nadie, me tragué todo aquel sufrimiento y me encerré aún más en mí...

… Me transformé en una persona irritable de nuevo por una amargura interna que pagaba con los más cercanos mediante desplantes, malas caras; una amargura interna que no supe canalizar pidiendo ayuda porque no tenía la confianza suficiente de que hacerlo no significase un juicio, en vez de una ayuda...

… Es demasiado frustrante que el recuerdo final de aquello por lo que tanto había luchado en mi futuro profesional sea un calvario, ni siquiera evoco imagen alguna…

… Tan fuerte era el sufrimiento que el que debía ser uno de los días más felices es un día completamente negro en mi memoria y no sólo eso, la idea de renuncia planeó muchas veces por mi cabeza…

… ¡¡¡Qué jodido es llegar, pero qué jodido es no poder saborear la meta alcanzada!!!...

… A pesar de ese sabor agridulce, continué adelante y volví a centrarme en mi trabajo con la mayor disponibilidad posible. No quería caer en desidia, pasotismo, etc. Los demás no merecían pagar una mala realización de mi tarea por circunstancias ajenas a ellos, por lo que logré hallar cierta satisfacción en mis quehaceres diarios que servían de revulsivo a los momentos de dolor…

… Aprendí las reglas del famoso juego de mentes y aprendí también que todo aquello destruyó la persona que era hasta entonces. Quien fui se esfumó sin posibilidad de retorno…"


… “Esta noche, no tengo de ganas de callar… Esta noche, yo me quiero romper la voz… No creo ya lo que hay pintado en la pared… no creo ya el mismo rollo otra vez… No estoy para sonrisas de salón… Déjame gritar mi rabia… Los amigos se van… los otros… Me dejaron juzgar por los comemierdas… Bufones que imponen el color del amor… Vagar por la ciudad sin sentirse mejor… y ese miedo sin fin… y ese puto dolor…
(“Romper la voz” de Patrick Bruel)

sábado, 29 de septiembre de 2007

Capítulo VIII de mi internamiento: la ignorancia

En la primera semana en la clínica, los poderosos tentáculos de mi depresión inclinaron la balanza a su favor, al hacer que me subiese de nuevo al tren del tabaco, hábito que, por desgracia, aún conservo.

No sé si era una victoria cantada, pero los incesantes momentos en el “fumadero” con los demás pacientes, unidos a la infatigable tensión que sentía me hicieron claudicar de mis siete meses de abstinencia tan trabajada. Hubo una mueca de desaprobación por parte de mi “otro lado de la cama”, pero comprendió el alto precio que estaba pagando con el internamiento y sus otras contraindicaciones.

De este modo, me uní a la terna de pacientes que aliviaban parte de su enfermedad a través de la nicotina. Al final, aquel sitio se convirtió en nuestra sala de estar que, tiempo después, se convirtió en la sana envidia del personal de la clínica por razones que ya contaré.

Mi enfermedad estaba desplegando un sistema de juego al que únicamente podía hacer frente siguiendo los sabios consejos de “mi psiquiatra” y los, hasta ese momento, complejos fundamentos que se nos transmitían en las actividades, pero no resulta sencillos ponerlos en práctica de buenas a primeras.

La ignorancia es quizás uno de los rasgos comunes a cualquier tipo de dolencia, por desconocer a lo qué me enfrento, por mucha información que reciba de profesionales, y, sobre todo, por verme inmerso en un mundo que escapa del propio control. Siempre se habla del miedo a lo desconocido y creo que aún más en las enfermedades mentales, dadas las connotaciones peyorativas que siempre se asocian.

Si, además de ese ingrediente, añado a la coctelera las ideas de suicidio y el sufrimiento vital propio, obtengo un batido demoledor como así fue, que me lleva a recordar constantemente algunos de los símiles utilizados por mi “psiquiatra” como el famoso flotador, es decir, los profesionales han de surtir al enfermo, en esa tormenta existencial, de flotadores con los que ayudarle a mantenerse a flote, mientras encuentra sus propios recursos para continuar respirando sin más auxilio que el de sus capacidades y habilidades. Por suerte y por desgracia, uno de esos flotadores es el tratamiento con psicofármacos.

Para alguien tan reacio como yo a la medicación, ese fue un asunto espinoso, más aún cuando tuve en mi mano cada una de las cantidades que conformaban las tres dosis diarias y eso que, en comparación con otros pacientes, no debía tomar casi nada. Sin embargo, otra vez la ignorancia estaba presente, ya que, si bien hice caso a lo dispuesto por “mi psiquiatra” y de sus pertinentes explicaciones, no sabía lo que ingería.

Yo que siempre he sido de letras, las composiciones químicas, determinadas hormonas y similares me sonaban a “Érase una vez el cuerpo humano”. No obstante, recuerdo y nunca olvidaré la famosa “serotonina” conocida como hormona del humor y su enorme influencia sobre el sueño y los estados de ánimo, así como que sus bajos niveles en el ser humano está asociado a estados agresivos, depresivos y de ansiedad. De igual modo, aprendí que mi conducta y la del resto de seres humanos depende en gran medida de la cantidad de luz que nuestro organismo recibe por el día, de tal modo que el incremento de estados de depresión se da durante las estaciones menos soleadas (otoño e invierno). No todo está siendo negativo en mi enfermedad, hasta mis conocimientos se han visto reforzados.

Pero, volviendo a mi internamiento, ninguna lección médica me había preparado para ello, ni para lo que vendría con posterioridad. Era tal la necesidad de despojarme de sufrimiento que hasta me abandoné en mi propio aspecto personal. Abandoné las ganas de comer y cierto coquetismo para refugiarme en ayunos irracionales y bermudas con chanclas. Me daba igual todo, los modos y las formas, porque ellas no llevaban entre sus pliegues mi desazón, mi amargura, mi tristeza, mi sufrimiento.

Creí que el ingreso en la clínica iba a significar una atenuación de mi sufrimiento e, incluso, escépticamente imaginé su más que pronta desaparición, pero craso error. La solución no era el simple ingreso, sino que consistía en un proceso largo, duro y tedioso, no exento de sufrimiento, así como que no existe, en las clínicas psiquiátricas, ningún avance tecnológico que succione el mismo, pues yo era la única máquina que, con los ajustes precisos, tendría que limarlo.

Esa es otra de las grandes decepciones que me llevé. Imaginar que los demás iban a hacer el trabajo que me correspondía. ¿Qué pensaba yo encontrarme tras aquellas horribles puertas? Seguro que había visto demasiadas películas de ciencia-ficción.

Mi único consuelo, si es que había, fue llorar en la soledad de esa habitación hasta lograr conciliar el sueño y pensar que mañana me despertaría de una larga, larga pesadilla, pero lo que vivía era tan real como la humedad de mis mejillas.

Por todo ello, llegué a la errónea conclusión de que ningún profesional iba a contar con la suficiente habilidad para lidiar con mi depresión y acabarían dejándome como un caso perdido. Quizás deseaba eso, pero también deseaba no sufrir más, porque sino mis ideas de suicidio pasarían a engrosar las tristes estadísticas de este país.

“…and it’s been the ruin of many a poor boy… and God I know I’m one… now the only time he’s satisfied is when he’s on a drunk.... Oh mother tell your children... not to do what I have done... spend your lives in sin and misery... in the house of the rising sun.... Well, I got one foot on the platform.. the other foot on the platform... I’m goin’ back to New Orleans... to wear that ball and chain..” (“House of the rising sun” de Animals)

viernes, 28 de septiembre de 2007

Capítulo VII de mi “libreta-diario”

Continuación:

“… Cuando comencé la segunda etapa de mi vida profesional, sentí que el lugar donde me hallaba de nuevo se había convertido en una especie de cárcel, estando en un permanente estado de nerviosismo e irritación (¿inadaptación a lo que ya conocía?), si bien hallé apoyo en una persona que aprendió a escucharme y a rellenar algunos de los huecos que tenía en penumbra…

… Fue una persona que durante dos años me ayudó a exteriorizar parte de mis angustias, convirtiéndose en algo más que una simple amistad, aunque, de nuevo, el enfrentamiento entre las expectativas internas y externas rompió por completo aquella unión…

… Con el fin de seguir cumpliendo las expectativas externas puestas sobre mí, dejé de disfrutar de la vida como hacía el resto para centrarme en alcanzar óptimos resultados que me permitiesen tener la posibilidad de elegir algo que fuese del agrado de mi entorno…

… Finalmente, todas mis renuncias por alcanzar esas expectativas externas tuvieron su fruto, obteniendo una carta que me permitía estar cerca de mi familia, circunstancia que, por supuesto, les agradó…”

Reproducción de un texto, en forma de carta, que he leído y guarda relación con alguno de mis pensamientos:

"Hijos míos, intentando educaros lo mejor que he podido ni he hecho, ni os he dejado hacer muchas cosas por el absurdo temor al que dirán. Ahora que voy a cumplir 75 años, me doy cuenta de que lo único que he conseguido ha sido poner barreras a mi felicidad y a la vuestra.

Espero que no me hayáis hecho mucho caso durante estos años… porque mis prejuicios, en realidad, no servían para casi nada."


Anónimo.

martes, 25 de septiembre de 2007

Capítulo VI de mi "libreta-diario"

A media luz en estas frías escaleras de la clínica, escuchando una preciosa canción en el reproductor MP3, las mismas ideas continuaban pululando por mi cabeza.

"…Siempre he cumplido las expectativas de los demás por lograr esa muestra de cariño que tanto he notado en falta y pretendía alcanzar así.

... Ya he aprendido que el cariño no se compra…

… De mi reducido grupo de amistades, siempre he sido la persona más joven y la que antes ha logrado los objetivos propios de la vida que más o menos todos luchan por alcanzar, véase trabajo, independencia económica, etc., objetivos que ellos anhelado y que, una vez, yo los he alcanzado su pensamiento era que todo había sido un camino de rosas para mí, así como que, al tener mi vida resulta, yo no tenía sufrimiento y que todo era maravilloso, ni tenía problemas, extremos que me han reconocido en más de una ocasión...

… Quizás pensaban eso por diversas razones: sus ideales y expectativas se resolvían lográndolas y ahí se acababan los problemas; no exteriorizar jamás lo que llevo dentro, porque mi imagen exterior continuaba con el mismo gesto, aunque por dentro viviese un gran tormento…

… Creo que todas las vivencias negativas que me he ido tragando, han acabado aflorando en una irritabilidad y agresividad incontrolable desde objeto a personas, quizás motivado por la importancia de luchar contra un sistema establecido y que no puedo cambiar, por seguir las expectativas externas y complacerlas y no haber sido egoísta y pensar en mí, en vez de en los demás…

… Retomando el tema de la inseguridad que demuestro por complacer a la gente y tratar de ser una persona justa, no la he tenido para otras situaciones donde he cogido el toro por los cuernos…

… Desde mediados de 1996 hasta 1999, he tragado con todas las situaciones críticas y las he afrontado del mejor modo que imaginé: la soledad…

… Tras finalizar mi carrera universitaria y tragarme mi timidez, miedos, salí de mi casa con la disposición necesaria para informarme sobre el que sería mi nuevo futuro profesional…

… Ese nuevo futuro profesional implicó que cada día debía tomar el tren sobre las siete de la mañana para desplazarme a otra localidad en un trayecto que era de una hora y donde la única compañía se reducía al traqueteo de los vagones…

… La jornada se terminaba sobre las catorce horas y treinta minutos aproximadamente, pero, en vez de regresar a mi domicilio, debía acudir a seguir un tratamiento oftalmológico, lo que significó que casi a diario seguía comiendo en solitario un bocadillo, porque la situación económica en mi casa no era la más boyante y también tenía que estudiar en la estación contenidos que me sonaban a chino porque jamás los había dado y todo ello me supuso un enorme esfuerzo…

… Lógicamente cuando terminaba la visita al oftalmólogo, de nuevo me subía al tren con otra hora de viaje por delante y siempre en soledad…

… Con 21 años había conseguido uno de los objetivos de mi nuevo futuro profesional con el consiguiente orgullo y felicidad de mi entorno porque tanto esfuerzo había sus frutos y porque mi familia y mis amigos me admiraban…

… Sin embargo, haber logrado ese objetivo no pareció suficiente para parte de mi entorno familiar que se empeñaron en que no debía quedarme en un mero peón, que lo conseguido era poco. La sensación que me transmitieron aquellas palabras fue de fracaso, de que no había cumplido sus expectativas. Una sensación de que mi trayectoria no era subir peldaño a peldaño las escaleras, sino que yo podía y debía subirlos de tres en tres. Una sensación de que no podía ser otro fracaso, otra mancha familiar…

… Por ello, renuncié nuevamente a disfrutar de lo logrado porque las expectativas externas eran que yo podía alcanzar un mejor objetivo. Por eso, dediqué todos mis esfuerzos (tiempo físico y psíquico) en ese objetivo para satisfacer, por un lado, parte de mi ambición y, por otro, complacer a los demás…

… Ello implicó dedicar los fines de semana a tareas extra, al mismo tiempo que debía adaptarme a un estilo de vida distinto al que hasta entonces había conocido…

… Finalmente, tanto sacrificio tuvo su recompensado al llegar a la meta ansiada, con el añadido de conseguirlo a una edad impropia en comparación con los demás. Sólo tenía veintidós añitos…”

...Continuará...

"...I only ask of God… he won’t let me be indifferent to the suffering.. that the very dried up death doesn’t find me.. empty and without having given my everything... I only ask of God... he won’t let me be indifferent to the injustice... that they do not slap my other cheek... after a claw has scratched my whole body... I only ask of Go.. he won’t let me be indifferent to the wars... It is a big monster which treads hard... on the poor innoncence of people...” (“I only ask of God” de Outlandish)

lunes, 24 de septiembre de 2007

Capítulo V de mi internamiento

Durante la primera semana de estancia en la clínica, concentrarme en las actividades resultó un completo desastre, por lo que no me quedó más remedio que recurrir a mi “libreta-diario” para ir anotando lo que había hecho cada día. Así contaba con una “chuleta” en la “reunión de Buenos Días”, ya que no quería pasar ese mal trago de quedarme en blanco como le ocurría a otros pacientes. Me negaba a pasar esa vergüenza de que me ayudaran a recordar, cuando jamás nadie lo había hecho.

Todo ello, otro fruto de mi afán perfeccionista, que sobresalía aún por encima del impacto devastador que la medicación tenía sobre mi organismo, por mucho que, en esos momentos, me transformase en un ser totalmente incapaz de mantener mi atención en algo o alguien más de cinco minutos. ¿Cuestión de orgullo? Tal vez, pero rondaba aún la persistente idea de autonegación de la depresión y de la pérdida de tiempo que implicaba quedarme un día más tras aquellas horribles puertas. Seguía creyendo que había tomado la decisión incorrecta, que sobraba en aquel sitio, que no podían ayudarme porque allí no iba a encontrar la solución, porque yo no tenía depresión, sino nada más que una mala racha.

Con estas ideas, era lógico que las actividades en las que participaba me pareciesen un ejercicio fútil, por no decir que tanto discurso metafórico de “mi psiquiatra” me hacía sentir como un niño pequeño escuchando la lección paternal oportuna tras una gran trastada. ¿Quién se creía para tener que soportar una soporífera charla sobre lo divino y lo humano? Las palabras se repetían en cada sesión y más que una liberación, todo se estaba convirtiendo en una cárcel de la que no sabía cómo poder escapar.

Sólo deseaba irme a mi habitación, tumbarme en la cama y “desangrarme” a llorar. Guardar mi sufrimiento e intentar acallarlo lo antes posible.

Entre ese maremágnum, hice un descubrimiento: una vetusta canasta de baloncesto en el patio de la clínica. Los ojos se abrieron de par en par y los músculos se tensaron ante tal novedad. Tras pertrecharme de un balón, mis horas muertas revivían entre tiro y tiro, trasladándome lejos de aquel ambiente y devolviéndome a mi infancia, por lo que cada momento que pasaba con la pelota entre mis manos, la niebla existente en mi cabeza se desvanecía, volviendo a recuperar sensaciones perdidas.

Ese simple detalle permitió que me fuese alejando de esa actitud arisca durante los primeros días para hacerme debutar en el pabellón de la clínica como un jugador fundamental que, dentro de las limitaciones marcadas por la enfermedad, debía dirigir el partido más importante de su vida.
A pesar de seguir latente el sufrimiento, haber entrado en juego significó un paso adelante, si bien no exento de numerosos titubeos.

No era un mero espectador, sino que las actividades comenzaron a tener cierta repercusión en mi estado de ánimo, aunque no siempre fuesen todo lo positivas que yo precisaba. Cada entrevista con “mi psiquiatra” era compleja, porque sentía por momentos que quería provocar conversaciones para las que aún mi mente no estaba preparada.

Difícil, trágica y dolorosa fue la repercusión de los consejos de “mi psiquiatra”, porque estaba destapando el tarro de mis peores esencias y me hacía sufrir demasiado. De este modo, a medida que “mi psiquiatra” intentaba enfrentarme a mis propios fantasmas, más sufrimiento experimentaba por lo que, en voz baja, yo sabía lo que iba a encontrarme.

Las primeras actividades dirigidas por la psicóloga significaron momentos de desaliento, de baja autoestima, de derrota porque, al hablar de asertividad, veía que, durante todo este tiempo, todo el mundo había estado pasando por encima de mí y yo era incapaz de ponerle freno: incapacidad para negar una petición, para expresar emociones, para dar una opinión.

Al menos, transcurrido un tiempo, comencé a disfrutar de los permisos de fin de semana que fueron un alivio para las tensiones internas que vivía de tanto encierro. La tarde de los viernes hacías tu mochila para irte a casa hasta el domingo por la tarde. Eso sí, en tu mochila llevabas un sobre con la medicación pautada.

Aún estando en mi propio hogar, hubo momentos de derrumbe total, a los que sumaba la errónea idea de un ingreso inútil, provocando que mis ideas suicidas ganasen la batalla e intentase quitarme la vida con la medicación que me habían dado en la clínica, obviando todas las oportunas y correctas recomendaciones de “mi psiquiatra", porque no soportaba otra vez las mismas sensaciones, vivir en ese continuo sufrimiento.

“... I kind of keep asking myself little questions like where do I go from here... I seem to keep losing track of time.... Been a painful road to a door that’s closes... been a gamble that I knew I couldn’t win... I used to enjoy spending my time on my own here... wachting the jaded people pass... now here I am sharing their pain and their lonely tears... and walking a road of broken glass... It’s a constant fight to get through each day and night... What’s the reason?... what’s the answer?... how long will this last?...” (“Holding back the tears” de Take That)

domingo, 23 de septiembre de 2007

Capítulo IV de mi “libreta-diario”

Retomo el manuscrito de mis días en la clínica, que sigue siendo un recorrido a lo largo de los años de mi existencia.

“Vivir una experiencia como el ingreso de mi padre debido a una operación en la cabeza marcó muchos aspectos del desarrollo de mi personalidad.

Como consecuencia de la larga permanencia de mi progenitor en el hospital, comía siempre en soledad, pasaba muchas horas en soledad, circunstancias estas que me convirtieron en una persona solitaria, independiente. Alguien calificado como raro porque el ambiente familiar en aquel momento sólo dejaba espacio para centrar la atención en mi padre.

Esta personalidad ha sido muchas veces cuestionada por mis amistades, debido a que no solía contar aspectos de mi vida y porque sólo lo hacía y lo sigo haciendo en las personas en que confiaba y confío.

Sé que parte de mis propios amigos no han entendido mi conducta extremadamente celosa con mi intimidad, algo así como material “top secret”. Sé que con ese carácter he estado y estoy nadando a contracorriente por no ser o hacer lo mismo que los demás.

Por eso, pienso que soy el bicho raro del grupo, pero no sólo con mis amistades, sino que también me siento la oveja negra de cualquier relación social porque a simple vista no sigo los patrones establecidos: no doblegarme a los caprichos de los demás.

Entre toda esta gente, existe una persona que ha sabido aceptar, adaptarse y respetar siempre mi forma de ser.

Tras la operación de mi padre, la vida familiar se vio en la obligación de reestructurar sus pilares, teniendo que cambiar de localidad de residencia con los consiguientes transformaciones que ello conllevó: una nueva localidad, un piso en vez de una casa con un lugar de recreo y esparcimiento, la lejanía de mi grupo de iguales.

Ahí empezaba una nueva parte del inicio de mi soldada, donde aprendí a tragarme todo mi sufrimiento, quizás ha sido un mal autoaprendizaje de resolución de problemas. Tendría que haber pedido ayuda para solucionar mis sentimientos en vez de esconderlos en mi interior porque eso sólo llevo a que los demás pensarán que podía resolverlo todo.

Con trece años y dadas las circunstancias anteriores, me encerré en mi burbuja (la música, mis propios pensamientos, mis largas conversaciones con mi propio ser de interlocutor, plasmar mis sensaciones en un papel, etc.)

A pesar de cambiar de localidad de residencia, proseguí mis estudios en el mismo centro de mi antiguo domicilio donde estaban todas mis amistades, aún así tuve que entablar nuevas relaciones al no estar en la misma clase, si bien, al finalizar la jornada escolar, regresaba al mediodía a mi casa teniendo que comer también en soledad y como únicos entretenimientos los deberes, la música y el frío abrazo de la soledad, porque mis amigos vivían en otro sitio.

Por desgracia, ni me quedaba el consuelo de sentir la aspereza de un balón entre las manos jugando horas y horas con el eco de los rebotes del tablero”.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

¿Cómo es el día a día de un paciente?

Imagino que muchas personas se han hecho la misma pregunta que me planteé yo en su momento sobre cómo es la vida dentro de una clínica psiquiátrica. Aunque más o menos he relatado mis primeros momentos de estancia, éstos no son más que mis sensaciones nada más aterrizar en la clínica de la manera en cómo me sentía y percibía los primeros pasos de mi internamiento.

En primer lugar, he de decir que cada día es distinto al anterior y al siguiente no sólo por mi estado de ánimo cambiante por momentos, sino también porque el profesional responsable de cada actividad establecida en la programación semanal de lunes a viernes variaba el contenido a trabajar en la misma.

Es difícil recordar cada uno de los 47 días de mi internamiento, pero sí puedo relatar algunos de ellos con las circunstancias propias que los marcaron y siempre recurriendo a las anotaciones que hice en mi “libreta-diario” del transcurso de la jornada.

Como es lógico debo remontarme al segundo día de estancia tras aquellas horribles puertas, donde comencé a descubrir los entresijos de la vida de un paciente.

Tras la primera noche, la jornada tenía su punto de partida en la ardua tarea de conseguir abrir los ojos del letargo en que me sumergía la medicación del día anterior, una vez recibida la visita de un auxiliar de enfermería que, como si estuviese en procesión, iba por cada habitación para despertar a los pacientes, objetivo que, en ocasiones, se tornaba imposible por el estado en que algunos nos encontrábamos. Era práctica habitual que, tras ese primer aviso, tratara de estirar un poquito más el sueño hasta que literalmente me sacaban de la cama para llevarme al aseo.

Una vez en el aseo, abría el grifo de la ducha, mientras observaba con cierta sorpresa y estupor como el desagüe instalado en el suelo iba engullendo el agua que caía, de la misma manera, que la depresión lo había hecho con mi persona.

Me envolvía en la toalla y miraba, una vez más, aquella habitación buscando algún detalle que me hiciera sentir como en casa, mientras me preguntaba qué hacía allí. Vestirme, peinarme y hacer la cama agotaban los minutos previos a la llegada de la hora del desayuno.

Salía de mi habitación y me encaminaba aún con los párpados semicaídos al comedor, en cuya puerta se iba formado un grupito que se cruzaba el cortés “Buenos días” entre caras de sueño y hambre hasta que daban la señal de salida y, como fieras, ocupábamos nuestro sitio en cada mesa que había sido previamente asignado.

Aquí dentro, nada se deja al azar y todo está perfectamente estudiado, hasta el tiempo parece tener vida propia.

Mientras hilvanaba alguna frase entre las conversaciones que se mantenían en la mesa, degustaba mi primer desayuno compuesto de pan, mermelada, mantequilla y algo llamado café. Dado el permiso para abandonar el comedor, unos iban a la habitación y otros quemaban nicotina en el “fumadero” a la espera de la primera actividad.

Me resultó curioso el nombre de la misma: reunión de Buenos Días, pero aún más conocer en qué consistía. Todos los pacientes nos íbamos sentando en círculo alrededor de una gran mesa hasta que llegaba el encargado/a de dirigir esta actividad, quien elegía a una persona para comenzar. De este modo, paciente tras paciente íbamos relatando cada segundo que recordábamos del día anterior, desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos, haciendo un esfuerzo tremendo en algunos casos por explicar el contenido de las actividades que habíamos hecho o cómo había sido nuestro estado de ánimo ese día.

El resto de la mañana fue transcurriendo entre actividad con la terapeuta ocupacional, la psicóloga o la trabajadora social, matando los tiempos muertos en el “fumadero”, aunque hasta ese momento yo continuaba firme en mis siete meses sin tabaco.

Así llegaba la comida, otra vez ocupando las posiciones establecidas como si fuésemos un equipo de fútbol, y, después, comenzaba el goteo de pacientes hacia sus habitaciones en busca del descanso reparador de la siesta, mientras otros optábamos por pasear en el patio, hacer sudokus, llamar por teléfono o iniciar alguna conversación sobre cualquier tema que se nos ocurriera.

En ocasiones, tocaba entrevista con el psiquiatra, quizás más continua y próxima en esos primeros días por aquello de que éste conociese cómo iba la aclimatazación al centro, a las actividades, al resto de pacientes y, especialmente, las sensaciones que tenía.

Después de la siesta, otra actividad, la merienda y la hora de la visita que anhelaba con todas mis fuerzas. No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de mi “otro lado de la cama”, al que le relataba cómo había sido el día y al que le respondía vagamente a cómo me encontraba, mientras permanecíamos sentados en un banco del patio con un refresco en la mano y deseaba, en mi fuero interno, irme de allí.

De igual forma el segundo día estuvo lleno de momentos en que la depresión se apoderaba de mí y era tal el sufrimiento que me producía que sólo encontraba alivio en llorar y llorar en la habitación, en la soledad del patio, en el suelo del baño o donde nadie me viese porque me daba vergüenza.

También cogía mi “libreta-diario” y garateaba mis ideas obsesivas, mi dolor, mi orgullo, mi rabia hasta que llegó un punto que me resultó imposible dejar de relatarlo porque era como si aquellas hojas soportaran parte del peso de mi depresión.

Además de todo lo anterior, es duro reconocer que hubo instantes en que mi cabeza se detenía a buscar el modo de quitarme la vida, en especial, cuando mi sufrimiento se sentaba en el borde de la cama a hacerme compañía, a pesar de llevar tal cantidad de medicación navegando por mi cuerpo.

La cena, una última visita al “fumadero” y a la cama, con la esperanza de que el día siguiente alumbrase con otra tonalidad.

… Come and hola my hand… I wanna contact the living… not sure I understand... this role I’ve given... My head speaks a language.. I don’t understand... I just wanna feel real love… fill the come that I live in… ‘cos I’ve got too much life… running through my veins… going to waste… I don’t wanna die... but I ain’t keep on living eather... I just wanna feel real love... ande the live ever after... there’s a houl in my soul... you can see it in my face... it’s a real big place...” (“Feel” de Robbie Williams).