MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


lunes, 20 de agosto de 2007

Mi diagnóstico médico: Episodio depresivo moderado y Trastorno anancástico de la personalidad

Aunque al referirme a mi enfermedad parezca que lo hago con cierta sensación de frialdad, hablar de ella, por primera vez, no me está resultando ni sencillo, ni cómodo, pero ahora tengo las fuerzas suficientes de las que antes carecía para mirarme al espejo y no asustarme de lo que veo a través de mis pupilas.

Recuerdo la primera cita. Era un lunes, finales de un caluroso mes.

Acudí a la misma con reticencias. Incluso segundos antes de estar delante de él, seguía negando la necesidad de ayuda profesional, a pesar de haber sufrido hacía una hora uno de mis “no sé qué”: gritos, lágrimas, ansiedad, ideas de suicidio.

No iba por voluntad propia, ni siquiera yo había pedido la cita.

Quizás lo bueno y lo malo de tener pareja es precisamente eso: tener pareja en lo bueno y en lo malo. Mi “otro lado de la cama” se dio cuenta hacía muchísimo tiempo que mis reacciones ante determinadas situaciones se salían de lo habitual, que mi comportamiento no era igual que antes y que, por más que tratase de hacer, la única ayuda que podía prestarme era ponerme en manos de un especialista.

Hasta hubo un ultimátum minutos antes de la hora “H”, pero creo que algo dentro de mí sentía la necesidad de saber qué era aquella nebulosa que habitaba en mi cabeza.

Vienen a mi memoria unas “pintas” incalificables para asistir a esa consulta: vaqueros, camiseta vieja y zapatillas deportivas, unido a unos ojos hinchados de haber llorado, el pelo de cualquier manera, dolor de cabeza y un “acojonamiento” tremendo por lo que me iba a encontrar tras aquellas horribles puertas.

Quizás esa simple presencia ya era un signo evidente de que mi máquina no funcionaba bien.

Una vez que crucé aquellas puertas, creía que el corazón iba a salirme por la boca. Desde la sala de espera, veía pasar batas blancas y mi nerviosismo aumentaba. No tuve que esperar demasiado a que el psiquiatra nos atendiera, pero mientras tanto los segundos se me hicieron eternos, a pesar, por supuesto, de ir acompañada.

Hubo algún momento, en esa espera, que pensé en salir corriendo de aquel lugar, pero creo que mi timidez no me permitió pasar por semejante situación de ridículo.

Entramos en su despacho y yo me senté en la silla de la derecha o, más bien, me deje caer sobre ella. Mis ojos escrutaban cada rincón de aquella habitación: los libros de las estanterías, los cuadros de la pared, los papeles que había sobre el escritorio, pero no era capaz de fijar la mirada en el psiquiatra por la vergüenza que sentía por estar simplemente allí.

Como es lógico, el psiquiatra, experto en estas lides, tomó las riendas de la situación, porque si las hubiera cogido yo no sé dónde habríamos acabado.

El psiquiatra fue formulando las preguntas protocolarias para la historia clínica de un nuevo paciente: edad, altura, peso, enfermedades anteriores, actividad profesional, consumo de alcohol o sustancias estupefacientes, hábito de fumar, si comía y dormía bien, así como otras más que no recuerdo.

Tras hacerse, imagino, una composición de lugar, comenzó a meter el dedo en la llaga como yo lo llamaría, pues era la primera vez que le contaba a un extraño las “puertas para dentro mi vida” y ello significó un gran esfuerzo.

Ahora soy consciente que, durante la entrevista, hubo cierto ciclismo en mi verborrea, en ocasiones hasta barriobajera, con una reiteración excesiva en determinados aspectos (trabajo, orden, mudanza, trabajo, orden, mudanza, relación de pareja, trabajo, orden, trabajo, orden, trabajo, orden), pero, en aquel instante de mi vida, estaba con el agua al cuello y sólo quería soltar lastre para poder coger aire y seguir respirando.

Pues bueno el menú de mi diagnóstico médico es:

Como primer plato y bien frío: F32.1 Episodio depresivo moderado.

Claro y contundente. Sufro una depresión. Este es quizás el principal motivo del que ha sido mi comportamiento durante estos últimos meses.

Es de suponer que presentó cuatro o más de los síntomas que caracterizan a esta enfermedad, de los que me reconozco en la ansiedad, la agitación psicomotriz, irritabilidad, ideas obsesivas, pasividad ante aficiones y personas, insomnio, pérdida de la líbido, preocupación excesiva y qué sé yo más.

No sé si ese autoanálisis es coincidente con lo vislumbrado por "mi psiquiatra", pero está claro que síntomas vio para diagnosticar una depresión que, finalmente, he asumido que padezco.

Y de guinda al informe, también pone F60.5: Trastorno anancástico de la personalidad

¿Y eso qué es? Esa misma pregunta me hice yo.

Toda la vida, pensando que soy una persona como la gran mayoría, con sus virtudes y sus defectos, llena de un carácter introvertido salpimentado con trocitos de sociabilidad, pero, ahora resulta, que no tengo el punto de cocción exacto.

¡¡¡Bufff!!!. Seguro que más de uno ya estará pensando el bicho raro que soy.

Ciertamente siempre me he considerado una persona responsable, cabezota, precavida, perfeccionista, metódica, obsesiva, tenaz, rígida, tímida, poco dada a mostrar mis emociones, pero amiga de mis verdaderos amigos y, sobre todo, solitaria.

Han pasado muchos meses desde que me dieron el diagnóstico, pero de mi cabeza jamás se borrará la palabra "anancástica". Me han llamado cosas muy raras, pero nunca de este modo. Se me escapa la risa tonta cada vez que lo pienso.

Eso es lo que consta en mi informe, amén de otras indicaciones observadas por "mi psiquiatra", que imagino son diferentes en cada paciente.

Este fue mi primer contacto, pero no el último con lo que se escondía detrás de aquellas horribles puertas.

El resto ha sido una o, quizás, mi peor experiencia vital, aunque de eso hay para escribir un libro. Yo hice un diario. Mi propio diario.

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