La fría bruma de la madrugada comenzó a colarse por mi roído corazón. Con suma delicadeza, fuí depositando mantas de compresión en el fondo de mi inseparable mochila y, después, recogí un viejo recorte de mi alma, asiéndolo fuertemente entre mis manos.
Sin volver la vista atrás, me deslicé por el sinuoso camino de mis sentimientos, a la vez que percibía el gélido abrazo de la soledad, mi fiel compañera durante estos años.
Al mismo tiempo que recorría aquel rincón, ahora plagado de restos de suciedad, mis desgatadas botas se iban cubriendo del polvo de tantos recuerdos, recuerdos que me devolvían el color de una sonrisa, el tacto de un abrazo, el sabor de un beso, la luz de una mirada, la musicalidad de una palabra.
Entonces decidí tomar una senda empredrada hacia lo alto de aquella colina, mientras notaba cierta sequedad en mi garganta y veía escurrirse fieras gotas de desesperación entre mis dedos.
Presa del cansancio, tuve que detener mi alocada huida y descansar sobre la humedad de una piedra tantos oscuros pensamientos que resonaban con insistencia en mi interior.
Rebusqué en los bolsillos de mi alma, pero mis manos no fueron capaces aún de hallar mi propio nombre.
Traté de abrazar tanto dolor entres las derruidas paredes de mi corazón, pero ni siquiera pude acallar ese silencioso llanto con la ayuda de mi mano.
Observé inmóvil el desteñir de mis venas sin ser capaz de alcanzar a cerrar esa herida.
Sentí la necesidad de calmar esa pena con tibias notas de mi esencia, pero no me quedaban fuerzas para sosegar tan poderosa voz porque quien gritaba era yo.
Y, de repente, me descubrí gateando a ciegas por la alfombra de mi alma derruida, viendo en el reflejo de mi caminar la figura de los largos crespones que me ha tocado vestir.
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