MÁS QUE UNA ENFERMEDAD

A primera vista no me ocurre nada. No tengo dolores, ni fiebre. Sólo me sucede que vivo minutos eternos de lamento, segundos imborrables de lágrimas, horas llenas de rabia. Preguntas sin respuesta. Deseos de huir, noches sin dormir, ganas de rendirme, sensación de suciedad, desesperación, esclavitudes mentales.

Es duro aceptar la realidad, ver que las cosas no son como espero, que todo mi mundo se derrumba en un instante y, en ese instante, me siento tan frío como una piedra. No es sencillo vivir así, vivir con lágrimas en los ojos, con miedos constantes, con gritos ahogados, con angustia. Eso no es vivir, pero siempre hallo consuelo pensando que la vida continúa, que puedo tener fe en mí y ser capaz de derretir ese bloque de hielo, aunque luego ni me queden fuerzas para intentarlo.

Todos hemos llorado, todos hemos sentido miedo, hemos reído de felicidad, nos hemos enamorado, hemos perdido ilusiones y hemos ganado batallas. También hemos experimentado el dolor por estar solo.

Supongo que estas primeras palabras lo resumen todo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así?, ¿quién no ha pasado por ello? Yo he atravesado por todas esas sensaciones en demasiada profundidad y creo que aún sigo atravesando.

Más allá de estas tristezas y penas, hay estados de ánimo que se prolongan y profundizan el descenso del tono del humor, ponen en riesgo la salud y hasta la vida de quien los padece.

Son miles los detalles que me han conducido a esta situación. Granito a granito se fue construyendo una montaña que, al final, pudo conmigo. A esa montaña le puso nombre y apellidos un especialista médico: depresión.

Incontables han sido las veces que he dicho: “Prefería cualquier otra enfermedad antes que ésta”.

Muchos son los especialistas médicos que señalan que esa frase permite valorar la magnitud del tormento de la persona deprimida.

La depresión afecta a personas de todos los colores, razas, posición económica y edad. No hay duda alguna, soy parte de esas personas, aunque parezca vivir en circunstancias relativamente ideales.

Esta es mi historia y quizás existan muchas iguales, pero sólo los que la vivimos, sabemos cómo se escribe, por mucho que consultes libros o páginas web.

La mía aquí te la escribiré.


miércoles, 31 de octubre de 2007

“Basado en hechos reales”

Hasta ahora, mi historia en primera persona se escribe con ecos de un pasado no demasiado lejano, “basado en hechos reales”. Esa “agenda personal” no deja de plasmar la serie de capítulos protagonizados a causa de mi depresión, que arranca y prosigue a través de mi propia vivencia de esta enfermedad en su máxima expresión.

Hoy no puedo pasar una página ya escrita de mi “libreta-diario” porque debo buscar el amparo de un nuevo folio, también “basado en hechos reales”, tan reales como las horas que comprenden estos últimos días, que llevan un ritmo ralentizado por el imparable hundimiento del ánimo que estoy sufriendo en carne viva, al mismo tiempo que tecleo estas palabras, recordando lo dicho hace tiempo sobre lo largo y tortuoso que es este camino.

Ahora siento como esos “fantasmas del pasado echan su aliento en mi nuca y las cosas más podridas que nunca”, tal y como declara Nach Scratch en la letra de su canción “Basado en hechos reales”.

Ahora, sí, por desgracia, vuelvo a arrastrar esa plomiza tristeza que creía abandonada. Ahora, sí, la humedad invade mi miopía una vez más. Ahora, sí, las sábanas me atrapan entres sus pliegues de nuevo.

Todos los protagonistas de mi depresión han irrumpido sin avisar en la atmósfera por no sé qué vez (ya perdí la cuenta hace tiempo). Vienen dispuestos a representar otra de sus más dantescas funciones, originando en mi interior un ciclón con aciagos recuerdos. Ni piden permiso para entrar, ni siquiera preguntan si están invitados, sólo hacen uso de su habilidad innata para abrir de par en par las puertas de mi alma y dejarme en el más absoluto de los silencios. No les importa el momento, si tengo una entrada, si deseo asistir, sólo quieren subirse a las tablas de nuevo, sin incumbirles el sufrimiento que su aparición me provoca. Y una vez encima del escenario, sólo juegan con la iluminación hasta avocarme a una nueva desesperación existencial en la que ellos encuentran el mejor reconocimiento a su obra.

Sí, mi autoestima reposa en el cubo de la basura. Sí, mis entrañas se retuercen de dolor. Sí, estoy otra vez en medio del fango. Sí, “intento salir de esta vida puta, esforzándome por combatirla y nada cambia”. Sí, “alma de vagabundo”. Sí, ideas suicidas, pero no ha sido una sola, ni dos.

¿Por qué me toca padecer así? Intento tomar el mando de esa obra y sustituir a los actores. Hago un nuevo casting para el guión que desarrollé “tras aquellas horribles puertas”. ¿Cuánto durará esto?, ¿cuántos castings tendré que realizar?, ¿cuándo seré capaz de sacar a la luz mi vida?

Me giro hacia mi “otro lado de la cama”, le suplico, le ruego, mientras me viste de caricias, de palabras de aliento. Sin embargo, yo estoy sin aliento, sin capacidad para emitir algo más que un leve gemido.

Bajo esta oscuridad, se hace realmente costoso escribir una línea más que no se empañe. Me esfuerzo en dejar mi mente en blanco, pero sólo hay negrura. ¿Se me han fundido los plomos para siempre? ¿Viviré siempre así?

“…Y estas son las cosas que suceden en mi piel. Los días son breves, ya lo sé. La vida sin querer. Y esta es la vida que me tocó conocer. Las noches son tristes, ya lo sé. La realidad me puede y no sé qué hacer. ¿Qué puedo hacer?...” (“Basado en hechos reales” de Nach Scratch)


martes, 23 de octubre de 2007

Capítulo XIII de mi internamiento: “Psicoeducación”

Dentro de las actividades de la clínica, cada jueves se desarrollaba una llamada “Psicoeducación” a cargo casi siempre de “mi psiquiatra”.

Bueno, pues allí nos tenías, a mitad de la mañana, a todos los pacientes alrededor de la gran mesa presidida por “mi psiquiatra”, algunos con cara de “otra vez el mismo rollo”, otros con la mirada perdida y alguno, como mi caso, expectante ante una actividad desconocida. Como siempre, mi “libreta-diario” abierta por su página correspondiente y mi bolígrafo en la mano listo para otra nueva misión. Eso sí, notaba ese nerviosismo innato en mí por conocer de qué iba aquella actividad. Pensaba que sería un monólogo de términos médicos, de palabrería técnica, de contenido inservible para mi enfermedad.

Por supuesto, seguía padeciendo esa merma de capacidades intelectuales motivada por la medicación y, sobre todo, por la depresión, pero tenía a mi lado, como firme bastón, mi libreta. La verdad no sé cuánto le debo a esa libreta por recordarme silenciosamente lo vivido y aprendido tras aquellas horribles puertas.

Volviendo a la actividad citada, “mi psiquiatra” inició su discurso que, para mi sorpresa, resultó sumamente atractivo y, sobre todo, útil. No es por hacerle la pelota a “mi psiquiatra”, pero he de quitarme una y mil veces el sombrero ante su profesionalidad, mirando siempre por el bienestar de sus pacientes, detalle éste muy significativo en la sociedad en la que vivimos, donde las necesidades humanas parecen haber pasado a un segundo plano. Sin embargo, “mi psiquiatra” demostró y sigue demostrando que lo primordial es ayudar al paciente y él realmente sabe cómo hacerlo.

Ese día se tocaron dos temas de vital importancia, a mi entender, para la estabilidad o mejoría de cualquier enfermo mental: RECAÍDAS Y TRATAMIENTO FARMACOLÓGICO.

Las anotaciones hechas en mi “libreta” de las palabras de “mi psiquiatra” son breves, pero tremendamente ilustrativas de los aspectos comunes a estas enfermedades:
1.- RECAÍDAS: detección precoz de síntomas. Solicitar ayuda. No temer a la recaída y pensar que puede solucionarse por uno mismo.
- Puede suceder una vez o más.
- Recaídas siempre de la misma manera y con igual sintomatología.
- Siempre uno mismo es el último en darse cuenta de que está mal.
- Enseñar síntomas de alerta temprana antes de llegar al extremo y poner límites: avisar al médico, etc.
- Consecuencias: Adiestramiento automático – NO ESPERAR.

2.- PASTILLAS.- El tratamiento con pastillas tiene dos finalidades: evitar que te pongas mal y sacar del mal.
NO SOLO LAS PASTILLAS, SINO QUE TAMBIÉN HAY UNA SUMA DE FACTORES COMO PSICÓLOGO, PSIQUIATRA, TRABAJADOR SOCIAL, TERAPEUTA OCUPACIONAL PARA AYUDAR A COGER RITMO DE VIDA CON EL FIN DE HACER LAS COSAS BIEN Y NO RECAER.

Parecen apuntes de facultad o, incluso, alguien pensará que es irrisorio tomar notas en una situación como la mía, pero con el tiempo comprendes que no es lo mismo haber escuchado todas estas recomendaciones y quedarte con alguna suelta, a tenerlas bien recogidas por escrito, porque, al fin y al cabo, la memoria es frágil en ocasiones y se nos olvidan muchas cosas importantes.

Al menos, en mi enfermedad, cuento con esta ayudita extra de mi “libreta” con la que poder rememorar todos los consejos del especialista y aferrarme a ellos con todas mis fuerzas, ya que en el momento en que opté por llevarlos a cabo, cambiaron muchas cosas a mi alrededor, aunque reconozco que tardé mucho tiempo en ponerlos en marcha. Vuelvo a reiterar la incapacidad de controlar mis actos bajo esta enfermedad. Todo estaba mediatizado por ella. Su veneno es, en ocasiones, mortal, pero tener la oportunidad de ser tratado por un PSIQUIATRA COMO LA COPA DE UN PINO, realista hasta decir basta y humano hasta límites insospechados, AYUDA EN UNA ENFERMEDAD COMO MI DEPRESIÓN.

Reitero el peso específico que, en cualquier tratamiento de una enfermedad mental, tiene la aceptación del testigo que el especialista te entrega con sus consejos. A veces no es malo hacerle caso, lo digo por propia experiencia.

Aquella charla, lejos de cualquier tipo de demagogia, dejó un fuerte poso en mí, de tal forma que comprendí que mi depresión u otra enfermedad mental no se termina cuando dejas de tomar la última pastilla, hay que estar siempre alerta porque puede regresar en algún momento, aunque en muchos casos no vuelva a aparecer en la vida.

Una vez que te sientas en la orilla y reconoces los vientos que te pueden hacer zozobrar de nuevo, estás en plena disposición de ponerle coto a cualquier tipo de huracán interno y, sobre todo, has asumido que sabes cuándo estás mal de verdad.

Alcanzar una recuperación total o una mejora en las condiciones de vida de un enfermo mental requiere movilizar al frente todas tus capacidades y luchar por reorientar tu forma de enfrentarte al mundo, reorganizar tu agenda personal y aprender a caminar de nuevo con paso firme con todas las pautas profesionales que te han dado previamente.

Sin embargo, hasta llegar a ese punto pasa tiempo, mucho tiempo, en el que la balanza se ve desequilibrada en muchas ocasiones por las sombrías ideas que es capaz de generar la mente cuando uno está realmente mal.

“…Trato de entender cuál es mi identidad… sin pedir una ayuda, sin pedir una mano… Grito en vano… nadie me responderá… Aunque coma pan con algo de maldad, no será un buen motivo para ser un bandido… Los golpes enseñan, sirve para crecer… no sucumbiré… No aconsejo a nadie la agresividad… No le pido a la vida nada en especial…” (“Calma y sangre fría” de Luca Dirisio)

martes, 16 de octubre de 2007

Capítulo XII de mi “libreta-diario”

Era el comienzo de otra vuelta en la montaña rusa y, por desgracia, tocaba un gran descenso a los infiernos.

“… Mi valía como persona está rota y me siento como un cero a la izquierda en esta vida, que intenta recuperar la existencia perdida en el trabajo…

... Vivo por las expectativas externas, no porque yo quiera hacerlo. No quiero vivir más, no quiero seguir arrastrándome así. No lo puedo soportar…

… Durante muchos años, me he tragado esta impotencia, esta amargura y creo que el único modo de apagar ese fuego es acabar con mi vida para no seguir sufriendo con esta brutalidad…

… He pasado llorando y llorando infinitas horas en soledad por ver mi persona hundida y no poder salir de esta sensación, mientras no dejaba, ni dejo de sentirme como un ESPUTO HUMANO. Difícil describir cómo es esa sensación…

… Odio y no soporto este sufrimiento provocado por acontecimientos tan grises, algunos de los cuales no he sabido resolver por mis propios medios como hasta ahora, como todos creían que era capaz y, en este momento, me he transformado en un FRACASO HUMANO donde las consecuencias las hemos pagado quienes menos os merecemos, teniendo que recurrir a la “ultima ratio”: la ayuda profesional, algo que aún me cuesta asimilar como es el hecho de que me ayuden en vez de ayudar. Menudo sentimiento de frustración personal tengo…

… Sé que no puedo cambiar nada del pasado, pero no puedo evitar pensar en ello, dada la huella que ha dejado en mi persona, dada la manera en que me ha marcado de por vida…

… Cuántas veces he necesitado gritar mi rabia, pero no he podido por anteponer los problemas de los demás a los míos propios o por no saber hacerlo, hasta que finalmente he explotado con una agresividad física y verbal tan espantosa como un patético ejemplo de pagar mis propias frustraciones contenidas con quien no debía por no saber achicar agua poco a poco y deshacerme de tantos sufrimientos….

… ¿Merezco acaso vivir?...”

Cuando la oscuridad se cierne sobre mis pensamientos en la clínica, lloro hasta decir basta y debo acudir al personal de la misma para que me lleven a la llamada “zona V.I.P” (planta donde se encuentran ingresados los pacientes en situaciones críticas). Allí me siento con un cigarrillo entre las manos delante de la televisión y cerca, demasiado cerca algún auxiliar o A.T.S pegado a mí como una lapa, no vaya a ser que me de por lanzarme contra el cristal de una ventana o empezar a arrojar objetos por aquel lugar. En los descensos al infierno, resulta muy difícil autocontrolarte porque las peores ideas están constantemente llamando a la puerta.

“… Sorry, it’s all that you can’t say… years gone by and still… words don’t come easily… like sorry, like sorry…. Forgive me, it’s all that you can’t say... years gone by and still... words don’t come easily... like forgive me, forgive me... but you can say baby... Baby, can I hold you tonight?... Maybe if I told you the right words... at the right time... you’d be mine...” (“Baby, can I hold you?” de Tracy Chapman)

domingo, 14 de octubre de 2007

Capítulo XI de mi internamiento: “Juan Salvador Gaviota”, un consejo de “mi psiquiatra”

A pesar de la entrada en escena de “Pin”, mi depresión seguía su trámite devastador. Ni siquiera la medicación pautada lograba reducir el constante bombardeo de ideas obsesivas, lo que implicaba casi a diario que “mi psiquiatra” se viera expuesto a mi abanico de preguntas existenciales.

Con el lógico criterio de la experiencia, “mi psiquiatra”, sabedor y consciente de que esas respuestas se hallaban en mí, me recomendó la lectura de dos libros: “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach y “El hombre en busca de sentido” de Victor Emil Frankl, pues sólo debía sentarme a reflexionar sobre el contenido de aquellas páginas para llegar a lo que buscaba.

Como siempre, sólo tenía dos posibilidades: aceptar o rechazar la recomendación médica. En este caso, opté por lo primero y fue un acierto, ya que, con posterioridad, descubrí que el segundo gol que se le puede marcar a una enfermedad mental reside en aferrarse a esas ofertas en forma de consejos que siempre da el especialista médico.

Por tanto, encomendé la laboriosa misión de adquirir los citados ejemplares a mi “otro lado de la cama” que, presto y solicito como en tantas otras situaciones durante mi enfermedad, llevó a cabo.

Dio así comienzo otra nueva etapa de mi depresión, invadida por un inicial escepticismo ante la creencia de que aquellos textos no iban a servir para nada, salvo para un lavado de cerebro. Otra falsa idea provocada por el influjo de mi enfermedad.

La lectura de las dos obras no resultó sencilla. Uno, porque no tenía mucha predisposición para ello y dos, por mis dificultades de concentración. No obstante, solía refugiarme en alguno de ellos cuando necesitaba dejar de pensar, aunque los mismos obrasen el efecto contrario, pero, con tiempo y esfuerzo, logré concluir “Juan Salvador Gaviota”.

De primeras no llegué a ningún tipo de motivación tras leerlo. Me quedó un regustillo amargo, en cierta manera, porque yo me identificaba con Juan Salvador Gaviota: ambos no éramos fáciles de conformar con lo establecido en nuestra vida de antemano. Él luchó contra la adversidad de su destino, conocedor de ser diferente al resto de gaviotas por querer ampliar sus horizontes, experimentar cuáles eran sus límites, aunque dejase de ser aceptado por los demás. Vivir eternamente con la duda de lo que pudo ser supuso el acicate bastante para arriesgar y llegar a conocerse.

Sí, me sentía diferente como Juan Salvador Gaviota. Sí, me había alejado de las pautas marcadas como Juan Salvador Gaviota. Sí, me interesaba exprimir mis límites como Juan Salvador Gaviota. Sí, quería sentirme útil en la vida como Juan Salvador Gaviota. Sin embargo, algo desafinaba dentro de mí, haciéndome chirriar de dolor hasta decir basta.

A los pocos días, “mi psiquiatra” me preguntó sobre el libro y mis conclusiones. Le transmití lo que percibía en ese momento. Nada profundo, ni meditado. Envidiaba a Juan Salvador Gaviota, pero no quería mostrárselo a “mi psiquiatra”. Me avergonzaba ese halo de fracaso existente en mi atmósfera. No podía soportarlo. Yo había sido como Juan Salvador Gaviota. Yo había escapado una y otra vez de las reglas de mi propia manada. Yo había escuchado las críticas, incluso había fantaseado con abandonar mis propias ideas y seguir dentro de la masa. Yo había intentado aprender los misterios del vuelo. Yo había tropezado también. Yo, finalmente, me había convertido en basura, ni siquiera digna de reciclar.

La realidad es que mi depresión sesgaba cualquier razonamiento, empañándolo. Era como mirar mi vida sin graduar las gafas.

De todas formas, Juan Salvador Gaviota me había dado alguna remota esperanza, sobre todo, me hacía replantearme la posibilidad de que yo tenía sitio en este mundo, de que yo podía aportar algo, pero seguía desconociendo el qué y cómo.

En mis condiciones psicológicas, reflexionar sobre el mensaje de Juan Salvador Gaviota requirió su tiempo hasta ser capaz de asimilar lo que iba encontrando a medida que profundizaba en mi alma.

“… There’s an angel on a ribbon… hanging from the armoire door… there’s a baby angel drummer… his eyes are open wide… and two more tiny cherub… on the mantle side by side… Too many angels.. have seen me crying… Too many angels… have heard you lying… Bring the morning on... voices sing of day.... I want this darkness gone....” (“Too many angels” de Jackson Browne)


sábado, 13 de octubre de 2007

Capítulo X de mi internamiento: Un peinado, un recuerdo con historia

Durante el internamiento no sólo hubo episodios de oscuridad, sino también secuencias de luz. Una de ellas siempre me dibuja una misteriosa sonrisa enmarcada por el cúmulo de sensaciones que percibo al evocarla.

Todo comenzó cuando se cumplía la primera quincena de mi cautiverio clínico y me hallaba disfrutando de la música en un rincón apartado del “fumadero” durante un “tiempo muerto” previo a la hora de comer. En ese instante, escuché el característico ruido que hacía la puerta de aquella estancia al abrirse y, como un acto reflejo, giré la cabeza hacia allí, vislumbrando la silueta borrosa de dos personas que entraban a aquel lugar tan “nebuloso”. Una de ellas era fácilmente identificable por sus prendas blancas, mientras que, de la otra, llamó rápidamente mi atención su particular estilo de vestir y peinado.

Como si de un espía me tratase, bajé el volumen de la música para poder captar algo de la conversación que mantenían, descubriendo que el A.T.S. le estaba explicando a la otra persona qué era aquel sitio, lo que me llevó a la conclusión de que íbamos a tener nueva compañía. Efectivamente así fue, pues, al percatarse de mi presencia al fondo del “fumadero”, se acercaron a mí y el A.T.S me indicó que la persona que le acompañaba era un nuevo paciente y le estaba enseñando el centro y, de igual modo, nos presentó, si bien me distraje con el tipo de peinado, no atendiendo a lo que me estaban diciendo, teniendo que volver a preguntarle su nombre, pequeño detalle éste que se transformó, con posterioridad, en una curiosa interacción personal.

Pasados unos minutos, este nuevo paciente volvió al “fumadero”, sentándose a mi lado. La curiosidad por su peinado pudo más que mi habitual parquedad verbal, entablándose una conversación que fluía sola, por no decir nada de los cigarrillos que volaban a la vez entre nuestros dedos.

Situación curiosa la que se produjo porque hasta nos quitábamos el turno para hablar, a pesar de habernos conocido momentos antes.

Sonó la campana y nos dirigimos al comedor, donde descubrimos que, por suerte, nos tocaba también compartir mesa, lo que fue propiciando en días posteriores un entendimiento perfecto con constantes duelos dialécticos y más de una sonora carcajada que nos costaban miradas de ésas que matan y alguna que otra seria reprimenda.

Aprovechando ese vacío de humanidad que se producía a la hora de la siesta, me senté al sol del “fumadero” y comencé a reparar en lo opuesta de nuestras personalidades: introversión vs. extroversión, clasicismo vs. progresismo, rigidez vs. flexibilidad, etc.

No sé cuál era el nexo que nos llevaba a buscarnos para charlar o simplemente disfrutar de unas caladas, pero nos convertimos en casi inseparables, pasando a autodenominar aquella amistad como Pin y Pon. Fueron incesantes los momentos del día que compartimos durante mi internamiento, las conversaciones que entablábamos sin cesar, los cigarrillos que fumanos con ansiedad y las anécdotas que engalanaron nuestra amistad.

Recuerdo que, hasta la llegada de “Pin”, los días eran algo tediosos y duros, apenas había relación con otros pacientes y las horas se llenaban de soledad, sobre todo, los instantes previos a acostarse por la noche, donde los fumadores agotábamos nuestros últimos cigarrillos del día en un silencio no pactado, sólo roto por una petición de fuego o similar. Sin embargo, aquel panorama sufrió un cambio radical desde el ingreso de “Pin”, aunque, si bien el momento de la siesta invadía la clínica de una paz inusual, la habitual parada en el “fumadero” por las noches se fue transformando, de tal modo que el silencio imperante en sus inicios se vio poco a poco desplazado por nuestras monólogos a dúo, a los que lentamente se fueron uniendo la mayoría de pacientes.

Creo que ansiaba con todo mi alma que llegase el final de la cena para irme a aquel rincón del “fumadero” y observar el baile de sillas a nuestro alrededor improvisando una vez más otra reunión que me alejaba durante esas horas de mi sufrimiento vital. Había pacientes de todas las edades en aquel baile, pero sigo ignorando la razón de que “Pin” y yo llevásemos siempre la voz cantante de las mismas

¿Y de qué hablábamos? Pues de todo un poco: música, enfermedad, series de dibujos animados, chistes, anécdotas de alguna de las actividades del día, ropa, sociedad, cotilleos internos. No había un guión predeterminado, sino que la conversación saltaba de una boca a otra, llevando de un tema a otro sin más interrupción que la necesidad de nicotina nos provocaba.

En una de esas reuniones nocturnas, “Pin” y yo decidimos bautizar aquel momento del día como “Crónicas M….”, como guiño al programa televisivo de Javier Sardá, si bien nuestra “M” tenía otro significado que, por razones lógicas, debo obviar.

Con el transcurso de los días, esas tertulias se fueron convirtiendo en un fenómeno social de grandes dimensiones dentro de la propia clínica hasta el extremo de generar la envidia del personal de la misma que, en más de una ocasión, asomaban su cabeza por la puerta del “fumadero” escandalizados, asustados y sorprendidos por las monumentales carcajadas que llegábamos a provocar.

Recuerdo con cierto orgullo como en la reunión de Buenos Días comenzamos a mencionar “Crónicas M…” como si se tratase de una actividad más de la clínica, provocando cierto estupor y sonrisa en el personal que debían pensar que estábamos peor que cuando ingresamos, aunque “mi psiquiatra” reconoció los milagros que esas “Crónicas M….” estaba obrando en muchos de nosotros.

Fueron muchas las veces en que, al tomar la palabra otro paciente en aquellas charlas a la oscuridad de la noche, degustaba un cigarrillo en silencio, mientras observaba a los demás pacientes allí sentados, algunos de los cuales solían siempre permanecer totalmente callados, aunque sus caras brillaban con diferente tonalidad a la del resto del día porque, igual que me sucedía a mí, se podían alejar de sus miedos, dudas, sufrimientos.

Pin” y yo pasamos muy buenos momentos, pero cuando mi sufrimiento hizo acto de aparición en una tertulia desmoronándome entre lágrimas, su mano de un modo instintivo soltó el cigarrillo para coger la mía y tratar de alejarme de ese sufrimiento. No sólo “Pin” estaba allí, hubo otros pacientes que me prestaron sus ánimos, olvidando su propio pesar.

Mientras siguió nuestro internamiento, “Pin” y yo comprendimos que, aunque nuestras enfermedades eran también opuestas, el malestar que nos generaba era casi similar, pero que su verdadero tratamiento pasaba por la labor del especialista, la medicación y el cambio de chip en nuestras cabezas.

Aquellas conversaciones me permitieron desentrañar aspectos de mi personalidad hasta entonces desconocidos. Me di cuenta que la enfermedad de “Pin” reglaba toda su vida, pero, a pesar de ello, “Pin” había aprendido a disfrutar de ella de un modo que yo debía descubrir, porque comprendí que los convencionalismos habían regido la mía siempre con el simple hecho de no ser capaz de llevar un peinado tan radical como el suyo por puro miedo al rechazo social.

Pin” también tenía sus “descensos al infierno”, en los que intentaba estar a su lado, aunque me resultase complicado entender lo que sucedía en esos momentos dentro de su cabeza.

Como dirían en una boda, lo que une Dios, que no lo deshaga el hombre. Por eso, nuestra amistad permanecerá siempre inquebrantable.

La verdad es curioso lo que da de si un peinado.

Por desgracia, aquella amistad no terminó con mi alta, hubo una segunda parte marcada por episodios muy duros.

"...Long lonelly nights goodbye... there’s nowhere else to hide….all right, trying to make it right... have to say good byd... the fear screams in this place...” (“Goodbye” de Danny Wood)

domingo, 7 de octubre de 2007

Capítulo IX de mi “libreta-diario”

Es increíble como en este lugar son capaces de hacerte emprender un viaje a lo más hondo de tu alma y también hacerte mirar cara a cara tanta colección de amargos recuerdos.

Eso sí, de uno en uno, porque ese encuentro provoca igualmente sus consabidos desencuentros y mi mente aún carece de las fuerzas necesarias para absorberlos con el peligro de desprendimientos del ánimo mucho más intensos de los que ya vivo.

“… Hace mucho tiempo comprobé como alguien, por encima de todo, fue capaz de jugar la mejor baza que puede emplearse contra otro ser humano: la debilidad. Estar en el momento y lugar adecuados le sirvió a alguien para aprovecharse de mi debilidad humana y llegar a destruirme totalmente como persona…

… Reconozco el valor que las promesas tienen para mí, ya que implican un compromiso que transmite seguridad y confianza en la otra persona, pero además reconozco la intrínseca relación entre hechos y promesas: Las palabras se las lleva el viento, pero los hechos quedan reflejados en acciones. Más de una vez he escuchado algo que viene a decir que si quieres conocer a alguien, debes fijarte en cómo se comporta con los demás, no en lo que les dice…

… Una promesa incumplida me produce una gran frustración, inseguridad y la sensación de sentirme un cero a la izquierda, siempre que exista una justificación lógica a ese incumplimiento…

… La cuestión es descubrir que no hay defensa posible ante un comportamiento así, descubrir que la única razón que hallas es su sentimiento de inferioridad hacia mi persona y, por tanto, un ansia tremendo por humillarme del modo más ruin que puede llevar a cabo el ser humano...

… Construir un castillo de mentiras suele tener como resultado que una simple ráfaga de aire lo derriba y, en ese momento, la verdad sale a flote, pero, para entonces, mi persona estaba ya muy devaluada…

… Traté de mitigar el dolor de sentirme como una mierda focalizando el mismo en el trabajo y, como consecuencia de ello, de no molestar a nadie, me tragué todo aquel sufrimiento y me encerré aún más en mí...

… Me transformé en una persona irritable de nuevo por una amargura interna que pagaba con los más cercanos mediante desplantes, malas caras; una amargura interna que no supe canalizar pidiendo ayuda porque no tenía la confianza suficiente de que hacerlo no significase un juicio, en vez de una ayuda...

… Es demasiado frustrante que el recuerdo final de aquello por lo que tanto había luchado en mi futuro profesional sea un calvario, ni siquiera evoco imagen alguna…

… Tan fuerte era el sufrimiento que el que debía ser uno de los días más felices es un día completamente negro en mi memoria y no sólo eso, la idea de renuncia planeó muchas veces por mi cabeza…

… ¡¡¡Qué jodido es llegar, pero qué jodido es no poder saborear la meta alcanzada!!!...

… A pesar de ese sabor agridulce, continué adelante y volví a centrarme en mi trabajo con la mayor disponibilidad posible. No quería caer en desidia, pasotismo, etc. Los demás no merecían pagar una mala realización de mi tarea por circunstancias ajenas a ellos, por lo que logré hallar cierta satisfacción en mis quehaceres diarios que servían de revulsivo a los momentos de dolor…

… Aprendí las reglas del famoso juego de mentes y aprendí también que todo aquello destruyó la persona que era hasta entonces. Quien fui se esfumó sin posibilidad de retorno…"


… “Esta noche, no tengo de ganas de callar… Esta noche, yo me quiero romper la voz… No creo ya lo que hay pintado en la pared… no creo ya el mismo rollo otra vez… No estoy para sonrisas de salón… Déjame gritar mi rabia… Los amigos se van… los otros… Me dejaron juzgar por los comemierdas… Bufones que imponen el color del amor… Vagar por la ciudad sin sentirse mejor… y ese miedo sin fin… y ese puto dolor…
(“Romper la voz” de Patrick Bruel)